Farrell y McNamara: “Los edificios no son tan solo infraestructuras, representan sistemas de valores” | EL PAÍS Semanal
Internacionales e intrépidas, sus edificios, la mayoría educativos, intentan acercar el conocimiento y la gente, la calle o las distintas ramas del saber. Aunque ambas sonríen y han hecho de la amabilidad una condición sine qua non desde que se conocieron estudiando Arquitectura en Dublín, Yvonne Farrell (Tullamore, 1951) es dulce, también poco cartesiana. Y Shelley McNamara (Lisdoonvarna, 1952), estudiosa y tajante. En Barcelona, una ola de calor ha mareado a McNamara, que se incorpora avanzada la conversación con su socia desde hace 44 años.
Enhorabuena por su premio. Uno más.
Yvonne Farrell: No es uno más. Lo mejor de Europa compite en el Mies buscando un mensaje que pueda hacer mejorar el mundo.
¿Ha llegado el momento de premiar a arquitectas?
Y. F.: Cada proyecto es un experimento y aquí, arriesgando, acertamos. Unir dos cosas antagónicas —el movimiento del baile y la quietud de una biblioteca— es o algo loco o un hallazgo. Al final uno vive en edificios construidos, no en ideas. Una de las cosas que nos desmoraliza es que el público que se emociona en un partido de tenis o de fútbol no se interese por la arquitectura. Me pregunto si hemos elegido un idioma que nadie entiende.
¿Y qué se responde?
Y. F.: Tener formación de arquitecto es un privilegio. Pero tenemos una responsabilidad con la sociedad. Ahí reside la grandeza de la arquitectura: en evitar que sea un arte ensimismado. Cuanto mayor te haces, más claro lo ves.
¿Lo aprendieron en la Escuela de Arquitectura?
Y. F.: Es humanidad. Si algo define a la Unión Europea son los valores compartidos, el bienestar —que solo puede ser común— y la libertad. Es tan importante que un edificio no tenga goteras como poder sentarte a la sombra de un castaño. A nuestros estudiantes les exigimos que sepan de árboles. Arquitectura y paisaje van juntos. Es un error separarlos. Somos naturaleza. La arquitectura no son objetos sino conexiones. Es algo físico.
¿Cómo ha llegado a ser tan teórico?
Y. F.: Cuando no tenemos nada mejor que hacer, los seres humanos nos ponemos a pensar. La arquitectura son valores. Es algo vivo, un organismo.
Shelley McNamara: Desde siempre, lo que hace valiosa a la arquitectura es la humanidad y la generosidad. Pensar en los demás es la clave.
Siendo irlandesas, han construido por medio mundo: de Francia a Perú y de Italia a Jordania.
S. M.: Hemos competido mucho. Y hemos aprendido viajando.
Y. F.: Yo llegué a Jordania para dar clases en la escuela de Arquitectura.
Y aprovechó para casarse en El Cairo.
Y. F.: Michael de Courcy, que también era arquitecto, vino de Londres. Y yo llegué de Amán porque queríamos pasar nuestra luna de miel en Egipto. Era el gran plan y resultó uno de los días más solitarios de nuestra vida. Pensamos que nos bastábamos el uno con el otro, que éramos modernos y desprejuiciados. Y… echamos de menos compartir la celebración. Fue una lección sobre lo que implica olvidar la tradición y los rituales.
¿Cómo traduce esa lección a arquitectura?
Y. F.: Los edificios no son tan solo infraestructuras. Representan anhelos, conquistas, posibilidades. Cuando diseñamos una universidad, no solo pensamos en los estudiantes, también en los padres que se matan para darles una carrera. Queremos que ir allí a ver cómo se gradúan sus hijos los llene del orgullo que merecen. Los edificios representan sistemas de valores.
Cuando se casó, era poco habitual que una pareja de arquitectos no se asociara.
Y. F.: Ya estaba asociada a Shelley.
Luego Michael murió de accidente.
Y. F.: Con 29 años, en el verano de 1984, jugando un partido de fútbol amistoso.
Se quedó sola con un hijo de nueve meses.
Y. F.: Y Shelley me ayudó. Hoy Mathew es abogado. Y una persona maravillosa. Está felizmente casado en Dublín.
Llevan 44 años juntas. Mucho más que muchos matrimonios.
S. M.: Compartimos valores. ¡Aunque no siempre pensamos lo mismo! Nos respetamos. Esa es la clave. También que cada una tiene una vida al margen del despacho.
La suya es con el pintor Michael Caine.
S. M.: Y con sus dos hijos.
Y. F.: Éramos cinco cuando empezamos, los colegas de la universidad. Nos llamaban “el escuadrón Le Corbusier” porque nos parecía el mejor arquitecto.
¿Lo siguen pensando?
S. M.: Nos fascina su capacidad para mezclar lo racional —la construcción— con lo plástico-artístico. Construyendo la Universidad Bocconi en Milán aprendimos que la estructura, cuando define el espacio, habla. Tiene ese poder. Esconderla es disfrazar.
Les han dado el Premio Mies van der Rohe de la Unión Europea. ¿Debería llamarse Le Corbusier?
Y. F.: Mies van der Rohe fue un gran arquitecto. En Brno, su casa Tugendhat es un monumento a la vida y al progreso. Pero la más famosa, Farnsworth, me decepcionó. Es más una idea que una casa. Y empeñarse en eso es peligroso.
Defienden una arquitectura conectada.
S. M.: Nos interesa más lo que conecta que lo que desconecta. Algunos urbanismos laberínticos unen a la gente en plazas y calles. Otros ordenados la separan. Estamos a favor de lo que une.
Y. F.: Yo viví en una casa con un jardincito delante y un patio detrás. Con las dos puertas abiertas me parecía que la naturaleza la atravesaba. Mucha de la arquitectura se nutre de vivencias propias.
¿Prestar atención a cómo la arquitectura afecta a la gente es una cualidad femenina?
Y. F.: Creo que la mayoría de las mujeres tienen más en cuenta a los demás. Pero podría decir lo mismo de los hombres amables. Y no todas las mujeres son amables. Es una discusión delicada. Se ha convertido en un territorio peligroso. Somos distintos. Y eso es bonito. Aunque la voz de la mujer debería ser más escuchada.
S. M.: Nuestro despacho es un colectivo de hombres y mujeres con actitudes, destrezas y curiosidades diferentes. Nos une una ambición más social que personal. No defendemos formas, defendemos calidad de vida.
¿Cuánta gente trabaja en su despacho?
Y. F.: La mitad.
S. M.: Es un chiste. Y no es verdad. Somos 13 y todos son muy trabajadores.
¿En algún momento han cobrado menos por ser mujeres?
Y. F.: En absoluto. Hubiera enloquecido. Sería insultante.
S. M.: En general, los arquitectos están infrapagados, comparado con otros profesionales. No se los valora. Pero hemos sido nuestras propias jefas y seguramente nos hemos pagado menos de lo que merecemos. Sin embargo, nos parece despreciable que una arquitecta cobre menos que un arquitecto por hacer el mismo trabajo.
¿Han tenido que sacrificar algo para ser las profesionales que son?
S. M.: No. Es cierto que antes de que pudiéramos llegar a la universidad las mujeres no podían llevar vaqueros. Nos encontramos el camino hecho.
¿Se han sentido cuestionadas por sus colegas por valorar el lado emocional de la arquitectura?
Y. F.: A veces cuesta utilizar palabras como amabilidad o cortesía. Pero no se trata de ser dulce. Se trata de hablar de lo necesario. Y tan necesario es hablar de la sombra como de la estructura.
La empatía o la amabilidad que defienden ¿garantizan buena arquitectura?
Y. F.: En absoluto. Hay una destreza para conseguir que el espacio de un edificio sea mejor que lo imaginado. Cuando entramos en la Universidad Bocconi, bajo el voladizo de 22 metros vimos que allí estaban las fuerzas de la naturaleza suspendidas.
¿Cómo supieron que funcionaría?
Y. F.: No lo sabíamos, claro.
S. M.: Teníamos el voladizo de 22 metros y justo antes de enviar la propuesta al concurso añadimos dos columnas. Lo maravilloso es que, cuando ganamos, la universidad organizó un equipo de ingenieros que nos propuso quitar las columnas. Hubieran resultado ridículas.
¿Representaban su miedo o su cautela?
Y. F.: Las dos cosas. Ahora, afortunadamente, representan que una buena relación entre ingenieros y arquitectos mejora la arquitectura. Al final, los edificios terminan hablando.
Habla de atributos que tienen poco que ver con la vista: sonido, tacto…
Y. F.: La arquitectura que se concentra solo en el sentido de la vista es un problema para la arquitectura. En la prensa cuenta la imagen, pero un edificio no se puede explicar en dos dimensiones. Se pierde. Por eso en la Biennale no queríamos hablar de objetos hermosos. La arquitectura es el espacio y el espacio es el hueco, el vacío, la nada. Alejandro de la Sota lo dijo: “Los arquitectos deberíamos hacer tanta nada como nos sea posible”.
¿Son religiosas?
Y. F.: Creo profundamente en la belleza de la vida. Eso para mí es el sentido. Creo en el universo como un todo y en la importancia sagrada de cada momento.
¿Qué da sentido a la arquitectura?
Y. F.: Pensar en las personas: la sombra, los bancos para quienes esperan. El voladizo para cobijar cuando llueve.
S. M.: La arquitectura traduce a una sociedad las necesidades, las posibilidades, las prioridades. Valorar el tacto por encima de la vista ¿es dar valor a la artesanía?
Y. F.: Uno de los problemas de la arquitectura actual es la separación entre los diseñadores y los constructores que se convierten en gestores económicos y dejan de buscar la mejor piedra o el ladrillo más expresivo para centrarse en cuadrar el presupuesto, que también es importante. Pero solo también. Solo he descendido por un río una vez, pero creo que hacer un edificio es como hacer rafting: te lo juegas todo.
S. M.: Todo habla en un edificio. Incluso el color de la tierra que se añade a la mezcla para hacer el mortero.
¿Qué les preocupa como arquitectas?
S. M.: El porcentaje de lugares públicos de las ciudades se ha reducido drásticamente en las últimas décadas por la privatización y la comercialización del espacio de todos, el que define la ciudad. La conexión entre edificios es como el aire que respiramos. No se ve. Pero es vital. Y se está perdiendo.
¿La conciencia de cuidar es un atributo femenino?
Y. F.: Es la habilidad de ponerte en la piel de los demás y anticipar sus necesidades. Tiene que haber una luz para quien llega a una casa. Un banco para que se siente quien se cansa caminando.
S. M.: El tacto humaniza los edificios. Transmite una intimidad que no está reñida con la monumentalidad ni con espacios que consiguen elevar el espíritu. Una cosa es la destreza, otra el cuidado. Cualquier profesión bien hecha ayuda y mejora el mundo. Mucha generosidad de médicos, obreros o jardineros anónimos ha mejorado el mundo. Si como arquitectos no la tenemos, no estamos contribuyendo a mejorar la sociedad.
¿Qué es el riesgo en la arquitectura?
Y. F.: Construir. Si realmente pensaras en los riesgos que conlleva ser arquitecto —en el edificio y en tu negocio—, te dedicarías a cocinar pasta.
Sin embargo, son muchos los arquitectos que defienden la necesidad de arriesgar.
Y. F.: Vivir es arriesgar. No hay ninguna profesión que esté exenta del riesgo. Si diagnosticas, arriesgas; si usted escribe, arriesga. Y si no lo hace, también.
En cuatro décadas trabajando juntas, ¿quién ha cambiado más?
Y. F.: Nos hemos ido definiendo. Igual Shelley no ha cambiado en una cosa: jamás se ha contentado con lo correcto. Nunca ha dejado de investigar. Ella es mucho más segura que yo, que soy más desastre: tengo gatos, cuido del jardín, me gusta leer ficción… Shelley prefiere investigar. Pero somos amigas. Confiamos la una en la otra. Nos respetamos. Uno no se despierta un día con el brazo sobre el hombro de otra persona. Eso también se construye.
S. M.: Somos distintas. Vivimos vidas independientes y a la vez tenemos mucho en común. Nos rodean personas que, a lo largo de todos estos años, han enriquecido nuestro mundo intelectual. Y emocional.
Y. F.: Cuando Mike murió y mi hijo tenía nueve meses, pensé que no podría seguir trabajando. Pero tuve la suerte de que mis suegros y Shelley me recordaban a diario que todo ese dolor pasaría. No lo he olvidado.
¿Han encontrado dificultades especiales por el hecho de ser mujeres?
S. M.: Si las encontramos, no nos dimos cuenta. O las ignoramos.
Y. F.: Es cierto que, en 2008, nos dieron un premio por la Universidad Bocconi y la primera pregunta que hizo una periodista fue: “¿Qué opinan sus maridos?”. Y era una periodista. Podemos ser nuestro peor enemigo.
¿Cómo sabía que tenían marido?
Y. F.: No contestamos. Solo abrí la boca. En la vida no hace falta ser amable, pero no es inteligente no serlo. Hay una diferencia entre ser amable y ser servil. Ser amable te relaciona de una manera bonita con los demás. Tal vez todo esto se deba a la educación que recibimos o a nuestras familias. Fuimos siete hermanos.
S. M.: Nosotros fuimos cuatro. Pero también hemos tenido clientes extraordinarios. Cada vez que diseñamos un edificio empezamos de cero. Eso quiere decir que repensamos siempre nuestro trabajo. Es estimulante, pero también exige saber convivir con la duda. Paradójicamente, replantearnos continuamente las cosas es lo que nos ha fortalecido.
¿Qué les parece esencial en un edificio?
Y. F.: Lo mismo que en una persona: que sea cercano, que mejore la vida, que envejezca bien. Un edificio necesita cuidados. Al igual que un individuo, descuidados no envejecen bien. Un edificio descuidado es como una persona que ha perdido la ilusión de vivir. Está comprobado que para vivir más lo esencial es la amistad y la risa. Luego vienen asuntos más incómodos como ducharse con agua helada. Pero los dos primeros son un regalo de la vida.
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