Norman Foster imagina el futuro del automóvil
Por Ianko López*
Lleno de excitación, un niño espera cada día que el tren pase a unos metros de su casa, provocando una sacudida que hará vibrar su cuerpo y el suelo bajo sus pies. La escena, ante la que un psicoanalista freudo-lacaniano se frotaría las manos, puede explicar mucho sobre el devenir adulto de su protagonista: en los años cuarenta del pasado siglo, en un barrio industrial inglés, ese niño era Norman Foster (Mánchester, 87 años). “Crecí al lado de las vías del ferrocarril y cuando llegaba el expreso temblaban hasta las ventanas”, rememora el arquitecto británico. “Podía pasarme horas esperando que apareciera aquel tren, era muy emocionante”.
Ocho décadas más tarde, cuando concede esta entrevista, Foster se encuentra en la ciudad española de Bilbao con Motion. Autos, Art, Architecture, la exposición que estará en el Museo Guggenheim hasta el 18 de septiembre, de la que es el comisario, junto a Manuel Cirauqui y Lekha Hileman Waitoller, y que relaciona varios vehículos históricos con diseños arquitectónicos y obras de arte: una escultura de Boccioni o un móvil de Calder. Once automóviles forman parte de la colección privada de Foster, por ejemplo el Voisin que perteneció a Le Corbusier o un Jaguar E Type de 1961. Casi todas las piezas hacen referencia más o menos explícita a la idea del movimiento, algo con lo que el arquitecto comenzó a obsesionarse como resultado de aquellas infantiles descargas de adrenalina provocadas por el paso del tren. Una obsesión que aún se amplificaría gracias a las imágenes de Eagle, la revista de cómics que marcó a varias generaciones de adolescentes de su país con la promesa de un futuro hecho de formas aerodinámicas y velocidad supersónica.
“Entonces yo fantaseaba con aquella utopía que no se hizo real, pero ahora, en esta exposición, puede apreciarse la belleza atemporal de los coches históricos”, explica, lo que recuerda a la conocida boutade del poeta futurista Marinetti: un coche de carreras es más hermoso que la Victoria de Samotracia. Foster recoge el guante con flema: “Marinetti exageraba, como lo hizo Roland Barthes al decir que el Citroën DS [presente en la exposición] era el equivalente moderno a la catedral gótica. Pero esa fue su forma de destacar la dimensión cultural y estética del automóvil”.
En la exposición hay autos precursores, utilitarios, bólidos deportivos e incluso prodigios de la carrocería de los años treinta, o de los setenta. Una visión apasionada en un momento en que más de un observador vaticina la desaparición del automóvil por causas sociales y medioambientales. Foster lo argumenta así: “En cierta manera volvemos a la transición del siglo XX, cuando los coches libraron a las ciudades de la polución y las enfermedades relacionadas con el uso de los caballos. Estamos otra vez al borde de una nueva era, con fenómenos actuales como la movilidad mediante servicios bajo demanda; o futuros, como los vehículos autónomos moviéndose pegados unos a otros como si fueran vagones de tren, lo que eliminará el error humano”. ¿Sería frustrante para los aficionados a conducir? “Así es, pero lo mismo les ocurrió a quienes crecieron en un mundo donde la gente se movía a caballo. Existía una energía compartida entre el humano y el otro ser vivo, y cuando les dijeron que el caballo se iba a mecanizar, el panorama también debió de parecerles muy aburrido”.
Esa pasión por los vehículos ha encontrado en el Guggenheim una generosa vía de canalización, pero no hay que olvidar que su propia práctica arquitectónica vuelve constantemente a la ambición de sugerir movimiento. “Muchas de mis obras tratan sobre la dinámica del movimiento y el cambio de espacios”, concede. “Así fue en el Reichstag de Berlín (1993), donde la espiral que rodea a la cúpula es lo que va conduciendo al visitante, algo que también ocurre en la rampa de la sede de Bloomberg en Londres. Se trata de celebrar el fluir de la gente, y que puedan encontrar el camino de forma intuitiva”.
La espiral comparece, casi como un rasgo de estilo, al menos en otro de sus edificios emblemáticos, el Ayuntamiento de Londres en el distrito de Southwark (2002). En cuanto a la idea de que la arquitectura sirva para guiar a sus usuarios, rara vez se ha desarrollado de forma tan nítida como en el metro de Bilbao (1995) que sigue siendo una de sus obras maestras gracias a su grandiosa depuración formal e implacable sentido de lo utilitario. Al mismo tiempo la más modesta y la más ambiciosa. “Realicé ese proyecto junto al diseñador Otl Aicher, con dos equipos muy pequeños”, recuerda. “Buscamos que los espacios pudieran conducirte intuitivamente. Y también queríamos celebrar la propia excavación de los túneles, esa fuerza de la naturaleza que es intrínsecamente tan bella que no hacía falta decorarla. Conseguimos hacer un proyecto de calidad, porque la calidad es una actitud mental: no es lo que gastas, sino con cuánta sabiduría lo hagas. A cambio, debo decir que invertimos un tiempo enorme en lograr que si alguien hacía un grafiti sobre el cemento pudiera limpiarse fácilmente, lo que al final se demostró innecesario porque hasta hoy nadie lo ha atacado ni ha tratado de desfigurarlo con pintadas”.
De hecho, la ciudad acogió de manera inmediata aquella infraestructura con una combinación de orgullo y apego —fosterito es el nombre extraoficial que todo bilbaíno utiliza para referirse a las entradas de su metro— que no ha dispensado ni siquiera al gran icono local de la arquitectura contemporánea, el propio Guggenheim de Frank Gehry. Resulta tentador pensar en la capital vizcaína como escenario de una guerra entre dos arquitectos estrella, rivalidad que sin embargo la realidad desmiente: más allá de esta colaboración simbólica, ambos han cooperado en proyectos como los edificios del área de la central eléctrica de Battersea, en Londres, recuerda Foster. “Frank y yo hemos trabajado juntos en más de una ocasión, y hemos vuelto a encontrarnos para esta exposición. A modo de homenaje a él, no hemos añadido intervenciones arquitectónicas para que se pueda disfrutar libremente de sus espacios”.
Pero Bilbao es también la ciudad en la que su estudio, Foster + Partners, está desarrollando uno de sus dos grandes proyectos museísticos en nuestro país, la ampliación del Museo de Bellas Artes —el otro es la reforma del Salón de Reinos del Retiro en Madrid— que espera terminar a mediados de 2024. Lejos de la aprobación unánime que suscitó el metro, este otro diseño ha sido descrito por algunas voces críticas (y particularmente imaginativas) como un ovni aterrizando sobre el edificio original. Foster ofrece una interpretación muy distinta: “Se trata de reciclar y expandir el edificio en lugar de crear otro totalmente nuevo. Pretendemos devolverle su importancia histórica y respetar las adiciones posteriores con la mínima disrupción. El visitante será consciente de las diferentes capas de la historia y al mismo tiempo obtendrá un espacio que ahora no existe en la ciudad”.
Más allá del potencial valor icónico de sus intervenciones, para él lo esencial siempre ha sido la relación con la ciudad. Se ve más como urbanista que como arquitecto. “La combinación de edificios, esa estructura que es el pegamento urbano, es más importante que los edificios individuales”, afirma. “Y mi objetivo es promover la conciencia de que el diseño afecta a la calidad de nuestras vidas. Cuando unimos las dos orillas del Támesis con el Millennium Bridge, o cuando construimos el pabellón que daba sombra en el Vieux Port de Marsella, la calidad de vida de los habitantes y visitantes de esas ciudades aumentó. Más que con cualquier torre que hayamos diseñado. Proyectos como esos permiten aportar algo a la comunidad”.
Es una referencia social imprevista en un arquitecto al que suele percibirse como paradigma del genio, del autor. En este punto, la conversación deriva en El manantial (1943), novela de Ayn Rand protagonizada por un arquitecto visionario que era una oda al individualismo, en la línea del pensamiento ultraliberal de su autora. Foster se aleja de este cliché y prefiere destacar el trabajo de los profesionales de su estudio, junto a quienes materializa cada proyecto. “Esa concepción popular del arquitecto como un solitario con destellos cegadores de inspiración es totalmente falsa”, razona, y tampoco en esto puede evitar el paralelismo cinético: “El proceso creativo no es una iluminación, sino una carrera de largo recorrido. Pasa igual que en el tour de Francia. El ganador se ha beneficiado del trabajo del pelotón, aunque sea solo él quien se queda con el maillot amarillo”.
(*) Es gestor, redactor y crítico especializado en cultura y artes visuales, y también ha trabajado en el ámbito de la consultoría. Fuente Diario El País de España.