La Torre Galicia de A Coruña, la obra de una mano joven
Muchas veces a la arquitectura se le olvida la sonrisa. O la risa. O la inconsciencia traviesa de la juventud. Como decía Jorge, el siniestro monje trazado por Umberto Eco en El nombre de la Rosa ‘cuando nos reímos no estamos pensando ni en el pasado, ni en el futuro, ni siquiera en el presente’, por eso la risa, mata el miedo. Ese instante ingrávido de la carcajada deja fuera de contexto a la pieza de arquitectura, sin pasado, sin futuro, sin presente. Define una breve levedad que, si es advertida por la mano del buen arquitecto, consigue dibujar una obra sin adjetivos ocupada por la vida.
‘Me gustó siempre hablar de Arquitectura como divertimento; si no se hace alegremente no es Arquitectura… La emoción de la Arquitectura hace sonreír, da risa. La vida’. Alejandro de la Sota
La simbiosis entre la vida y la arquitectura debería de formularse como un pleonasmo naturalista, es decir, una reiteración en favor de la humanización del escenario inerte, y de la regeneración didáctica de la vida a través del hábitat individual. Esta comprensión inconsciente durante la juventud profesional es una certeza en la madurez del arquitecto, pero la capacidad de hacer sonreír no se escabulle de forma deliberada.
Las primeras obras de un arquitecto o arquitecta salen de la mesa de trabajo con ilusión, y quizás ingenuidad, pero muchas de ellas resultaron ser iconos. La Ópera de París (1861) de Charles Garnier proyectada con 36 años, el Banco Pastor (1920) de Antonio Tenreiro con 26 años, la Casa de té Boa Nova (1963) de Álvaro Siza con 30 años, la sede de Bankinter (1972-1976) de Rafael Moneo con 32 años, el Centro Georges Pompidou (1976-1977) de Renzo Piano y Richard Rogers con 32 y 36 años respectivamente, son piezas de arquitectura que muestran una energía y un pulso que impactan contra el tejido secular. Todos fueron objeto de comentarios positivos y negativos, aunque la franqueza obliga a reconocer que el porcentaje de crítica se inclinaba hacia la segunda percepción. Tanto es así que el cineasta Roberto Rosellini decidió aceptar la oferta del ministerio de cultura francés en 1977 y realizar un seguimiento de la inauguración. Pero Rosellini, lejos de realizar un panfleto publicitario y consciente del impacto de la obra, que ya acumulaba ciertas anécdotas curiosas (el derribo de un par de casas parisinas, una performance del arquitecto Gordon Matta-Clark y algunos eventos más), decide grabar la pieza como si se tratase de un documental etnográfico (con la fotografía de Néstor Almendros) y registra las opiniones de los ciudadanos franceses. La experiencia de esta pieza, que se mostró con y sin imagen (como fragmentos narrativos) constituye un registro histórico de un edificio vanguardista, pero supone desde el punto de vista de un arquitecto, una avalancha en forma de tejido social expresivo respondiendo a su ejercicio creativo. Como una indiscreta red social, las opiniones se mostraban con visceralidad. Al otro lado de las críticas, los arquitectos digerían la opinión y se replanteaban la viabilidad de su futuro, y de su ánimo. La juventud, quizás, les ayudó a perseverar en los principios de la vanguardia, algo que el tiempo y la transformación del pensamiento social terminaron por ajustar demostrando, en estos casos tan concretos, que no se equivocaban a pesar de todo. Aunque no siempre es así. El arquitecto norteamericano Frank Lloyd Wright, un personaje de carácter duro sugeriría, en los casos que esto no fuese así, plantar una bonita enredadera.
Pero las primeras obras no siempre tienen por qué salir mal. Tampoco tienen por qué convertirse en iconos culturales. Siguiendo las palabras de Alejandro de la Sota, ‘si la solución deviene única, el resultado será indudablemente bello’. Quizás en lo que se llama realmente arquitectura, los extremos no existan pero es notorio cuando el arquitecto se divierte, incluso cuando lo hace con rigor.
En A Coruña, hay algunos edificios que son obras de juventud de arquitectos que años después unirían su nombre de forma indisoluble a la historia de la construcción de la ciudad, o al patrimonio cultural del país. La obra del arquitecto Manolo Gallego (1936), forma ya parte de la riqueza cultural de Galicia. Su comprensión del hábitat y del lugar convierten cada una de sus obras en una lección de arquitectura, pero también en piezas interminables que, en cada visita revelan nuevos detalles. Si la verosimilitud está en el detalle como decía Antón Chéjov, la genialidad. Según Aldous Huxley es patrimonio de las auténticas personas. Sin embargo, si estas actitudes se trasladan a la juventud de una carrera profesional, quizás el genio creativo resida ‘en saber hasta dónde podemos caminar demasiado lejos’. Jean Cocteau.
La Torre Galicia
La Torre Galicia proyectada y construida por Manolo Gallego entre 1968 y 1971, es una obra de juventud que el arquitecto desarrolla con 32 años. Situada en la calle Antón Vilar Ponte (antigua calle División azul), forma parte de una época en que la ciudad comenzó a crecer en altura. El contexto urbano, dentro de una fuerte presión especulativa y planes urbanísticos (plan del 67) que permitieron la construcción de edificios altos, define una ciudad en la que comienzan a aparecer torres que matizarán la identidad coruñesa. La parcela que había sido sede del colegio Cristo Rey, presentaba una cierta pendiente por lo que, para organizar el arranque de la torre, el arquitecto define un plano de asiento mediante un podio que genera una plaza elevada. Bajo esta se encuentran el aparcamiento además de los bajos comerciales hacia la calle Juan Flórez.
El edificio cuenta con veinte alturas, en las que se distribuyen cuatro viviendas por planta. La disposición en torre implica un alto grado de rigor al organizar estructura, estética, función y forma. El edificio se sostiene mediante una estructura compuesta por dieciséis pilares metálicos y vigas de acero en una disposición simétrica y ordenada que garantiza la ausencia de imprevistos. En el centro del conjunto dispone la caja de comunicaciones verticales: ascensores y escalera, que ayuda a la estabilidad del conjunto y posiciona el único elemento que atraviesa el edificio verticalmente de forma notable en el centro, siguiendo el orden simétrico. La estructura, a pesar de su aparente sencillez, se enmarca en una cierta vanguardia por su altura y esbeltez. El sistema portante del edificio se complementa con una materialidad moderna que deriva de una morfología sencilla y una estética cercana al movimiento moderno. Las enseñanzas de Sota, arquitecto con el que Manolo Gallego trabajó tras titularse, se pueden reconocer en la composición de la fachada.
La envolvente del edificio utiliza una solución constructiva de apariencia ligera compuesta por paneles de tablero fenólico y carpintería de aluminio (algunos tableros fueron reemplazados tras los daños ocasionados por el huracán Hortensia en 1984). La disposición entre los dos materiales se realiza a paño de tal forma que se percibe como una piel continua. Desde la distancia la percepción de la torre es la de una pieza homogénea con un ritmo de huecos idéntico y repetitivo. A pesar de ello hay ciertas sutilezas. Casi como una corrección óptica propia de la arquitectura clásica las ventanas no son exactamente iguales, sino que las orientadas en esquina a norte y sur son ligeramente mayores.
El problema de la esquina en los edificios de gran altura es una cuestión definida por el arquitecto de origen alemán Mies van der Rohe, siguiendo los estudios de la corrección óptica de los templos clásicos. La percepción de los vértices del edificio en un volumen de una proporción tan esbelta puede producir sensación de deformación si no se resuelve constructivamente de la forma adecuada para que, desde la distancia, esta se vea como una arista limpia. La definición correcta de los límites volumétricos de la pieza, permiten que esta se interprete como una torre que parece levitar sobre un plinto. Esta estrategia compositiva de apariencia sencilla, esconde una gran complejidad organizativa que ensambla todos los sistemas constructivos con los conceptos esenciales del proyecto, y acerca el edificio a referentes internacionales anteriores y posteriores como la Lever House de SOM (Nueva York, 1951), el edificio Castelar de Rafael de la Hoz (Madrid, 1977-1983), Lake Shore Drive Building de Mies Van der Rohe (Chicago, 1949) o el Pepsi Building-500 Park Avenue de Gordon Bunshaft y Natalie de Blois (Nueva York, 1958-1960). En el último piso, en el que se ubicaba la vivienda del portero y trasteros, la composición de la fachada incorpora una referencia directa al Gobierno Civil de Tarragona de Alejandro de la Sota (1964).
La organización en altura
La planta presenta una distribución muy ordenada, con doble simetría en la que el arquitecto introduce un gesto sencillo que aligera la organización de la casa. Cada una de las viviendas se organiza en torno a un eje diagonal que parte desde la puerta y finaliza en la esquina. Al liberar esta línea, el espacio de la casa parece disolverse creando un área de dormitorios y otra de estar, que conviven sin escisiones que rompan la distribución de forma violenta, es decir, el espacio se vuelve fluido. A un lado de la diagonal, las habitaciones (tres por vivienda) se agrupan en torno a un pequeño distribuidor que se une con el vestíbulo de la casa, al otro se dispone el salón, la cocina y un espacio de servicio. La percepción de fluidez se ve subrayada por la incorporación de curvaturas leves en los ángulos del estar y la incorporación de tabiques que no llegan al techo en las zonas comunes de la casa, sino que se acristalan en la parte superior para iluminar bien todos los espacios de la vivienda.
Pero la visión de la distribución tan sólo en planta sería una simplificación demasiado ingenua. La posición de aseos y cocinas no puede ser aleatoria, ya que requieren de instalaciones verticales que en una organización en planta son esenciales y pueden crear enormes dificultades si no se disponen de forma estructurada. Los aseos se sitúan próximos a los núcleos de comunicaciones, mientras que las cocinas se organizan a un lado y otro de la planta.
El lenguaje del edificio aparentemente de esencia industrial, cataliza la sintaxis de la modernidad arquitectónica coruñesa, iniciada por pioneros como Andrés Fernández-Albalat con obras como la fábrica de Coca-Cola y el concesionario de la SEAT. Recursos formales como el uso de la ventana rasgada, o constructivos como la presencia de uniones de junta seca, son gestos inscritos en el dogma narrativo moderno, que se adaptan a la arquitectura local. La ventana horizontal se convierte en el elemento más expresivo en términos de interpretación perceptiva, ya que su disposición cortante en horizontal genera un alto contraste con la organización de los huecos en edificios próximos. La ventana moderna es un gesto que muestra la separación deliberada de cerramiento y estructura: puesto que la estructura es independiente del cerramiento (que ya no es muro de carga) este puede rasgarse en direcciones aparentemente contraintuitivas y situar el hueco según las necesidades programáticas de la planta.
Por otra parte, la ausencia de significación del cerramiento que se inicia en el movimiento moderno y que tiene su continuidad en el estructuralismo, implica que no es necesario reflejar a través de la envolvente lo que sucede dentro del volumen. Es decir, la puerta de acceso o la ventana del salón no tienen por qué tener una morfología significativa, pero tampoco responder a una jerarquía espacial, sino que puede dimensionarse acorde con parámetros más sensatos o relacionados con la funcionalidad. Estas ideas no estaban presentes en los edificios que aún arrastraban la esencia decimonónica en su estrategia proyectual, como las arquitecturas modernistas o racionalistas (aunque en estas últimas comienzan a intuirse ciertos gestos de vanguardia). Y sin embargo el tono natural de los materiales elegidos es neutro, al menos en la envolvente, creando una presencia silenciosa y elegante. Hay algo diferente en la Torre Galicia, una estética que no parece replicar la ciudad antigua, sino que camina hacia el futuro con todos los medios disponibles.
La sonrisa y la vida
La juventud es un estado provisional de la vida. Una etapa más de un ciclo vital en el que suceden miles de pequeñas cosas que, en ocasiones pasan desapercibidas. La ciudad se construye con manos, miradas e ideas de muchas edades, el ser humano construye su propio hábitat y en ocasiones olvida los gestos de la juventud.
‘Me pregunto qué le pasa a la memoria con el tiempo. No puedo recordar a mi familia. No recuerdo sus rostros ni cómo hablaban. Anoche miraba a Lena mientras dormía y pensaba en esas miles de pequeñas cosas que he hecho por ella como su padre. Y las hice deliberadamente para que las recordara cuando creciera. Pero con el tiempo no recordará nada’. Michael Caine en La Juventud (Paolo Sorrentino, 2015)
La ciudad a veces olvida las pequeñas cosas. Deja atrás los detalles en apariencia insignificantes que envuelven las grandes actuaciones o los edificios singulares. Olvida la juventud, la inconsciencia y la risa. Al igual que el ser humano se nutre de pequeños gestos que, con el tiempo, se interiorizan de tal forma que parece que siempre formaron parte del propio ser.
‘El fin de mis obras es que el que las use se sienta feliz’. Manolo Gallego entrevistado por Víctor López-Cotelo
Construir una ciudad a base de arquitectura no es una labor independiente, sino una actividad colectiva en la que cada ciudadano aporta, dentro de su conocimiento y medios, una porción biográfica. Y es que el como se utiliza, se habla o se transita la ciudad, forma parte de su construcción. El lenguaje construye la ciudad, aunque sea de una forma intangible como lo es la arquitectura. La juventud de la mano que proyecta define, en ocasiones proyectos llenos de energía, fuerza y alegría. La sonrisa en arquitectura, es como sugería Sota, la vida.
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