Frank Lloyd Wright, un revolucionario arquitecto salpicado de escándalos y un crimen — idealista/news
Desarrolló su actividad durante la primera mitad del siglo XX y fue contemporáneo de otros grandes arquitectos como Le Corbusier, Ludwig Mies van der Rohe o Walter Gropius, sin embargo, más allá de sus talentos creativos, Frank Lloyd Wright destacó sobre sus compañeros porque supo desenvolverse en unos ambientes sociales que lo convirtieron en uno de los arquitectos predilectos de la clase alta estadounidense (tomando de algún modo el relevo del difunto Stanford White, asesinado en lo que se conoció como “el crimen del siglo”).
Es conocido como el gran maestro de la arquitectura americana, y ostentar ese título en la tierra maestra de la publicidad, es sin duda jugar con ventaja. Pero al margen de lo que sus compatriotas han jugado a favor de su popularidad internacional, es indudable que una de las claves del éxito de Wright entre la emergente élite estadounidense radica en que se esmeró en desarrollar una filosofía arquitectónica libre de las ataduras estéticas del Viejo Mundo, planteando unas líneas que evocaban el propio paisaje nacional así como la integración de sus edificios con el entorno natural que los rodeaba.
Nacido Richland (Wisconsin), en 1867, (y fallecido en 1959), Wright llegó a diseñar más de mil estructuras, de las que llegaron a completarse 532. Además, en julio de 2019, la UNESCO declaró Patrimonio de la Humanidad ocho de esas obras: el Museo Guggenheim de Nueva York, el Unity Temple en Oak Park (Illinois), la casa Frederick C. Robie en Chicago, la casa Taliesin en Spring Green (Wisconsin), la casa Hollyhock en Los Ángeles, la casa de la cascada (Fallingwater) en Mill Run (Pensilvania), la casa Taliesin West en Scottsdale (Arizona), y la primera casa Herbert y Katherine Jacobs en Madison (Wisconsin). Por otro lado, según una encuesta realizada en 1991 por el Instituto Americano de Arquitectos, Wright era considerado, sin lugar a dudas, el “mejor arquitecto estadounidense de todos los tiempos”.
El desarrollo del concepto suburb
Frank Lloyd Wright se crió en Riverside, a las afueras de Chicago, una bucólica colonia residencial diseñada por dos destacados arquitectos y paisajistas de la época, Frederick Law Olmsted y Calvert Vaux. Aquel proyecto pionero ambicionaba recuperar, de forma algo idealizada, la esencia romántica de los primigenios asentamientos rurales de colonos de Nueva Inglaterra, un modelo artificioso que pretendía trasladar el trazado urbano de cualquier ciudad hasta los verdes pastos de la despoblada periferia, buscando así sumar lo mejor de ambos mundos.
De este modo, en Riverside uno podía criar a su familia en perfecta comunión con la naturaleza sin tener que renunciar a las comodidades y avances tecnológicos propios de la metrópoli (calles pavimentadas, drenaje eficaz, alcantarillado de calidad, conductos de agua y gas). Eran los albores de un nuevo estilo de vida, un arquetipo social que –en menos de un siglo– acabaría imponiéndose en todo EE UU y exportándose a medio mundo: el suburb.
En Europa, el término “suburbio” contiene todavía hoy una connotación peyorativa, asociado normalmente al extrarradio, la marginalidad y las barriadas menesterosas de las grandes capitales. En EE UU, sin embargo, resulta de lo más habitual proceder de un suburb, un vocablo –mucho más neutro en su acepción– que describe a esas colonias de casitas clónicas, parcelas ajardinadas y vallas pintadas que todos hemos visto como decorado de fondo en cientos de películas y series de televisión (una traducción más apropiada en España sería “urbanización”, incluso “adosados”, un tipo de vivienda, asociado normalmente a la clase media-alta, y una cultura social que no llegaría a España hasta finales de los setenta.
Referente de la corriente orgánica
Ser uno de los primeros niños que creció en ese entorno ofreció a Wright una educación sentimental que influiría en su ideario arquitectónico, salpicado siempre de cierta añoranza campestre. De este modo, el arquitecto se convertiría en uno de los grandes referentes de la denominada corriente orgánica, una filosofía de la arquitectura que promueve la armonía entre el hábitat humano y el mundo natural. Mediante el diseño busca comprender e integrarse al sitio, los edificios, los mobiliarios y los alrededores para que se conviertan en parte de una composición unificada y correlacionada. Así, Wright abogaba en sus escritos teóricos por un tipo de construcción sensible al lugar elegido como ubicación, en armonía con el paisaje y el contexto, tanto en lo referente al dibujo del proyecto como a los materiales utilizados en él.
Frente a las robustas y presuntuosas mansiones de ladrillo de estilo georgiano erigidas sobre calles empedradas del centro de Chicago (un modelo característico del Este, también presente en ciudades como Boston o Filadelfia), Wright proponía edificaciones de altura reducida, primando lo horizontal frente a lo vertical, planta en forma de cruz y alineación con el horizonte, conectando “orgánicamente” la superficie de la vivienda con la tierra sobre la que se erige (de ahí el nombre de la corriente que propugna). Esto llegó a derivar en la escuela de la pradera o estilo de la pradera (Prairie School o Prairie Style), un estilo arquitectónico que se dio entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX especialmente en el Medio Oeste estadounidense.
En esencia, esta filosofía de Wright se resume en el hecho de que el arquitecto creía firmemente en el poder de conectar la arquitectura con sus habitantes, llegando a escribir en uno de sus tratados que “la arquitectura es la madre de todas las artes. Sin una arquitectura propia no tenemos alma de nuestra propia civilización”.
Usonians houses, o el diseño genuinamente americano
Pero los días de esplendor de aquel tipo de arquitectura se truncaron en buena medida, como tantas otras cosas, con la depresión económica de 1929. Aquello, sin embargo, no detuvo a Wright, quien desarrolló entonces un nuevo concepto arquitectónico, el de las “casas usonianas” (Usonian Houses), una serie de viviendas más asequibles para la vapuleada clase trabajadora, que coincidía con la época de las políticas sociales del New Deal impulsado por el presidente Franklin D. Roosevelt.
Sin renunciar a sus fundamentos estéticos, Wright reflexionó acerca del propósito democrático de la arquitectura como prolongación natural de los valores fundacionales de la nación. Mientras que en Europa aún primaba el modelo jerárquico, con una plaza mayor en el corazón histórico de la urbe en donde se asientan las sedes del poder (la iglesia, el ayuntamiento y la comisaría), Wright buscaba un proyecto descentralizado que enfatizara con mayor empatía los principios de independencia y libertad individual de los primeros asentamientos colonos.
En este sentido, Usonian resultaba un neologismo creado a partir de la combinación de dos términos: USA –las siglas de EE UU en inglés– y Jeffersonian, en referencia a Thomas Jefferson, uno de los padres de la constitución americana y símbolo casi sagrado de su pensamiento político.
Tal vez por todo ello, además de su indiscutible talento e independencia, Frank Lloyd Wright acabó convirtiéndose en un arquitecto especialmente venerado por la población de aquel lado del Atlántico y, en especial, por las futuras generaciones de colegas. Un ejemplo curioso es el del cantante Art Garfunkel, quien estudió Arquitectura antes de crear, junto a su amigo Paul Simon, uno de los dúos musicales más populares de los sesenta. La admiración de Garfunkel por Wright era tal que la pareja acabó dedicándole una canción al arquitecto: So long, Frank Lloyd Wright.
Una escandalosa vida privada
Frank Lloyd Wright, que alcanzó los 91 años, llegó a tener cuatro parejas –tres de ellas como matrimonio formal– y siete hijos. Mientras que su vida profesional no dejaba de ser ensalzada, la personal, en cambio, desataba muchas críticas. Para empezar, sus parejas no fueron siempre modelos de “esposa ideal”: una sufragista, una profesora con ideas progresistas, una espiritista adicta a la morfina y una bailarina.
El primer e idílico matrimonio de Wright, con seis hijos correteando por la casa, se vino abajo en 1909 cuando se hizo público el romance del arquitecto con Mamah Borthwick Cheney, la mujer de uno de sus clientes. Aquella relación obscena levantó ampollas en los círculos sociales más puritanos, que tenían a Wright como arquitecto de referencia (el multimillonario Henry Ford, indignado, llegaría a cancelar un lujoso palacete que ya tenían comprometido). Pero, lejos de esconderse, ambos se divorciaron de sus parejas, se instalaron juntos y Wright se concentró entonces en terminar las obras de la Casa Taliesin, una mansión levantada en las montañas de Wisconsin destinada a convertirse en su hogar, su estudio y su escuela de arquitectura.
El arquitecto no dejó de hacer modificaciones a la casa hasta el año de su muerte, en 1959. Por su parte, la prensa le dedicó bastante tinta a especular sobre las fiestas y arrumacos de Wright y Mamah Borthwick en la que fue bautizada como “la granja del amor” y “el castillo del amor”, y que, sin embargo, pasaría a la historia con un recuerdo mucho más negro, como escenario de “la masacre de Taliesin”.
A hachazos con la familia
Con Wright y Borthwick ya instalados en Taliesin junto a los hijos de esta, la vida transcurría más o menos plácida, aunque sin dejar de soliviantar a la “buena sociedad”, por ejemplo, con las proclamas de la amante de Wright durante las fiestas, siendo Borthwick una convencida defensora del sufragio femenino y activista del primitivo movimiento por la liberación de la mujer.
Pero aquel sueño de amor y edificaciones ecofriendly se truncó de manera salvaje el 15 de agosto de 1914, cuando Julian Carlton, uno de los criados de la casa, asesinó a hachazos a Borthwick y a sus dos hijos y a continuación prendió fuego a la mansión. En aquel fuego perecieron también tres miembros de la cuadrilla que trabajaban en las obras de la casa, así como un chico de 13 años que les ayudaba como aprendiz.
Según le contó su mujer a la policía, Carlton, que fue encontrado muerto en el desván tras ingerir una dosis de ácido clorhídrico, se había vuelto paranoico y llevaba semanas durmiendo con el hacha junto a la cama. Se especula con que Borthwick habría despedido esa misma semana a los dos Carlton –su mujer era cocinera de la casa– y también con que podrían haber sido objeto de insultos racistas –eran afroamericanos– por parte de la cuadrilla de trabajadores.
Fuese cual fuese la razón, aquella tragedia reavivó el interés de los tabloides por la vida privada del arquitecto, dado que muchos vecinos empezaron a hablar de “justicia divina” y de un “ángel vengador” para ofrecer una explicación a aquella masacre. Wright, por su parte, se limitó a ser tan pragmático como su propia arquitectura, y se centró en reconstruir la casa Taliesin así como su vida sentimental.
Le quedaban dos matrimonios por delante, el último de ellos con la bailarina Olgivanna Lazarovic, con la que se llevaba 31 años y con la que tuvo una hija. Con ella a su lado y ya en su madurez, Wright firmó algunas de sus obras más emblemáticas, como el Museo Guggenheim de Nueva York. También levantó otra casa Taliesin, esta vez en Arizona, que actualmente es sede de su fundación.