Eugenia de Montijo, la española que devolvió el boato a París
Durante el Segundo Imperio (1852-1870), mientras París modernizaba su urbanismo, la alta burguesía, a modo de nueva aristocracia, frecuentaba el teatro y la ópera, cenaba en los restaurantes de moda alrededor del Palais Royal y continuaba la velada en alguna de las lujosas mansiones haussmanniennes, donde las damas conversaban envueltas en sedas y moarés y los caballeros trataban de negocios entre copas de champán y una cierta frivolidad que disfrazaba sus intereses.
Aquella forma de vida, de espaldas al insalubre París de los suburbios, era un remedo de una corte que, por expreso deseo de su emperador, buscaba olvidar la simplicidad burguesa de su antecesor, Luis Felipe de Orleans. Para conseguirlo, Napoleón III contaba con una colaboradora de excepción: su esposa, Eugenia de Montijo.
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Napoleón III Bonaparte había conocido a Eugenia en París en 1849. Era la segunda hija de Cipriano de Palafox, duque de Peñaranda y conde de Teba y Montijo, y de María Manuela Kirkpatrick de Closeburn, una dama de origen escocés. Aunque española de origen, puesto que nació en Granada el 5 de mayo de 1826, Eugenia creció muy unida a la cultura gala, tanto por el hecho de estudiar en un colegio parisino como por haber tenido como mentor al escritor Prosper Mérimée. Tras la muerte del conde de Montijo, su viuda y sus dos hijas regresaron a Madrid, donde la mayor de las hermanas, María Francisca, contrajo matrimonio con el duque de Alba.
Tras la boda de la primogénita, María Manuela decidió volver a París, convencida de que allí la menor de sus hijas podría encontrar un esposo que la igualara socialmente a su hermana. No se equivocaba. Apenas conocerla, Luis Napoleón Bonaparte, por entonces presidente de la Segunda República francesa, cayó rendido a sus encantos. Eugenia, alta, esbelta y de rasgos clásicos, era además extremadamente refinada, culta e inteligente.
Parece ser que no accedió inmediatamente a los galanteos del sobrino del Gran Corso. Luis Napoleón era casi veinte años mayor que ella, y su vida galante era conocida. Por otra parte, los avatares políticos interrumpieron el posible romance. El 2 de diciembre de 1851, Luis Napoleón dio un golpe de Estado, disolvió el Parlamento y se autoproclamó “prince-président”. Un año más tarde, con la aprobación del Senado, se autotituló “emperador de los franceses”.
La emperatriz “influencer”
El recién creado Segundo Imperio precisaba un heredero, y, por tanto, su titular debía contraer matrimonio. El nuevo emperador debió de recordar a la hermosa española, y en esta ocasión no tardó en lograr su propósito. Deslumbrada por la posibilidad de coronarse soberana de Francia, Eugenia obvió la diferencia de edad y la fama de licencioso de Luis Napoleón, y el 26 de enero de 1853 salió de Notre Dame convertida en su esposa y en emperatriz de los franceses.
La pompa con que se celebró el enlace sirvió para demostrar las expectativas que los nuevos emperadores tenían para su corte. Los novios llegaron al templo en la misma carroza que lo hicieran Napoleón y Josefina para su coronación, y la celebración nupcial alcanzó tales cotas de boato que incluso reverdeció los fastos versallescos.
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A partir de ese momento, desde las Tullerías se promovió una nueva estética cortesana, burguesa en sus usos pero aristocrática en su estética. La impulsora de ese cambio fue la emperatriz. En alianza con su modisto favorito, Charles Frederick Worth, padre de la alta costura francesa, Eugenia de Montijo puso en valor el dress code cortesano y, con él, una etiqueta desaparecida en los salones desde los tiempos de la Revolución.
No la guiaba la vanidad. Consideraba la elección de su vestuario como una más de las obligaciones de su cargo. Era plenamente consciente de que su imagen era el mejor escaparate para promocionar determinados sectores industriales, como la joyería, el comercio o el ámbito textil.
Este comportamiento no solo sirvió para impulsar determinadas áreas de la vida económica francesa –como las manufacturas sederas de Lyon–, sino que hizo de París el faro de la moda internacional. Lamentablemente, la mayoría de sus contemporáneos no supieron verlo así.
Eugenia era consciente de ello. Una vez exiliada, escribió a su amigo y biógrafo Lucien Daudet: “Me han acusado de frívola y de amar demasiado la ropa, pero es absurdo; no se dan cuenta de que el papel que debe desempeñar una soberana es como el de una actriz. ¡La ropa forma parte de ese papel!”.
La impulsora de la moda francesa
Eugenia de Montijo fue siempre una gran admiradora de María Antonieta, pero, a diferencia de su antecesora, su interés por la moda se proyectó más allá de los muros de palacio. Gracias a ella, el entorno de la plaza Vendôme se convertiría en una “milla de oro” de la moda y el lujo.
El interés por el arreglo personal no se ciñó a la corte. La clase media o la pequeña burguesía, que no podían acceder a las grandes firmas, encontraron su paraíso particular en los grandes almacenes, donde podían comprar a precios más económicos modelos, accesorios o bisutería similares a los diseños o las joyas de la corte. El pionero fue, en 1838, Le Bon Marché, al que siguieron Le Printemps, en 1865, y La Samaritaine, en 1869.
La higiene personal también se puso en valor. Las industrias del jabón se multiplicaron por toda Francia. En especial, cerca de Marsella, dada la abundancia de aceite de oliva y hierbas aromáticas, mientras que la perfumería conoció un nuevo impulso gracias al empleo de fragancias exóticas llegadas de las colonias.
El prestigio alcanzado por la alta perfumería fue tal que contribuyó al desarrollo de las fábricas de vidrio, ya que los preciados líquidos requerían envases de lujo, que acabaron por convertirse en auténticas obras de arte.
Desde el mismo día de su boda, Eugenia de Montijo dejó su impronta personal en el Segundo Imperio. Primero, renovando los usos cortesanos, y luego, desde que en 1856 naciera su único hijo, Napoleón Eugenio Luis, volcándose de lleno en la política imperial.
Para ello contaba con el beneplácito de su marido, que la nombró regente en las tres ocasiones en que debió alejarse del trono: en 1859, durante la campaña de Italia, en 1865, cuando Luis Napoleón viajó a Argelia, y en 1870, ya en las postrimerías del Segundo Imperio.
Católica convencida, Eugenia no dudó en apoyar a los partidos más conservadores, lo que le valió la enemistad de determinadas facciones políticas. Su descrédito aumentó cuando defendió la intervención francesa en la aventura mexicana de Maximiliano de Habsburgo, que concluyó con el fusilamiento del emperador austríaco y un altísimo balance de pérdidas entre las tropas francesas.
Con ello, Francia pareció olvidar su labor social como fundadora de asilos, orfanatos y hospitales, su protección a la labor investigadora de Louis Pasteur, su implicación en la construcción del canal de Suez o su intervención en la mayor parte de los indultos concedidos por el emperador, que habían salvado la vida a muchos de sus adversarios. Tanto el pueblo como los políticos achacaban a “la española”, como la llamaban, con el mismo desprecio con que habían apodado a María Antonieta “la austríaca”, el declive del Imperio.
Los años del exilio
Tras la derrota francesa en Sedán, en el transcurso de la guerra francoprusiana, y la proclamación de la Tercera República, la familia imperial encontró refugio en Inglaterra. Muerto el emperador en 1853, Eugenia siguió conspirando a fin de que su hijo recuperara el trono, pero sus esfuerzos fueron inútiles. La república estaba muy afianzada en Francia. El joven príncipe, que marchó voluntario a combatir a los zulúes con las tropas británicas, moriría en 1879 en una emboscada.
Eugenia sobrevivió a su hijo cuarenta años, pero ya nunca fue la misma. Abandonó cualquier implicación política, y tras instalarse en Farnborough (Inglaterra), muy cerca de la abadía de Saint-Michel, donde reposaban su esposo y su hijo, se retiró de toda actividad social.
Solo salía de su refugio para acudir a visitar a sus sobrinos, los duques de Alba, en el madrileño palacio de Liria. Allí falleció en 1920 quien había hecho del Segundo Imperio una de las épocas de mayor personalidad estética de la historia de Francia.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 652 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.