La humanidad del patrimonio
Poco a poco, la esencia fue cambiando, como suele ocurrir. A medida que el negocio del turismo se iba adueñando de los resortes relacionados con la conservación del patrimonio, la vitola de ‘Patrimonio mundial’ iba a convertirse en un acicate de las visitas, una propaganda impagable que situaba al lugar en cuestión en la primera división de los atractivos culturales y, por ello, de la agenda de los turoperadores. Se propagó su listado y se multiplicaron las solicitudes y, ahora mismo, todos anhelan que «se declare» algo cerca, más que para protegerlo, para atraer visitantes y la supuesta fortuna asociada a su paso. La conservación ha dejado de ser decisiva y, de hecho, los efectos secundarios de esa designación y las operaciones estéticas para ‘prestigiar’ o ensalzar los entornos (señales, urbanizaciones, esculturillas de pelaje variado…) suelen acabar por amenazarla o ponerla en entredicho. Interesa el negocio que proporciona esa ‘visibilidad’, no lo que finalmente se ve. Es el patrimonio de la globalización, un patrimonio con minúscula resultado de los intereses de cierta humanidad.
Y la bola de nieve siguió rodando. Englobando estos anteriores sentidos, los últimos candidatos que luchan por incorporarse traen consigo uno nuevo. Se han unido a la lista o esperan engrosarla el silbo gomero, el espeto malagueño, la dieta mediterránea o el nudo español. Hábitos en desuso cuya preservación añade a los valores culturales y el aprovechamiento turístico un algo de seña comunitaria a punto de extinguirse, un punto de taxidermia colectiva. Se propone la hospitalidad del Camino justo cuando su práctica generosa y única apenas aguanta los embates de formas de alojamiento bien diferentes y prosaicas, cuando va a convertirse en arqueología. En breve se propondrá la escritura a mano o el alquiler de VHS y acabaremos por convertir en patrimonio de la humanidad a la humanidad entera, que si no desaparece se convertirá en melancólica catadora de sus propias renuncias.