El arte de Fernando González Gortázar: un cubo llamado Universo
I
Firmitas
Sólo me interesa lo inquietante.
Fernando González Gortázar
Por mucho tiempo se consideró —y muchos todavía lo siguen pensando el día de hoy— que una teoría completa de la arquitectura tendría que incluir siempre, de un modo u otro, aquellos tres términos que en su texto latino Vitruvio —el célebre arquitecto, ingeniero y constructor romano del primer siglo de nuestra era— llamara Firmitas, Utilitas y Venustas; es decir: la estabilidad estructural, una distribución del espacio apropiada y una apariencia atractiva y placentera.
He dividido este texto, por necesidades constructivas, y por un acto de justicia poética gratuita, en tres capítulos que llevan como título cada uno de los tres términos que Vitruvio hiciera célebres al referirse a una obra de arquitectura: Firmitas, Utilitas y Venustas. Y empezaré por decir que, si es verdad aquello de que “infancia es destino”, (como decían Freud y Jung) no nos queda más remedio que concluir que para Fernando González Gortázar la arquitectura estaba destinada, desde un principio, a ser, más que una parte significativa de su vida, una expresión fecunda y acabada de la misma. Porque no es posible soslayar que una arquitectura de gran calidad rodeó la vida de este artista desde su mismo nacimiento.
Fernando González Gortázar nació en una casa de Las Lomas, en la zona más arbolada de la Ciudad de México, (no nació en un hospital) que fue diseñada por el joven Luis Barragán. Pocos años después, se trasladó con su extensa familia a vivir cerca de Guadalajara ya que su padre, Jesús González Gallo, fue nombrado gobernador del estado de Jalisco. Allí vivió en Tlaquepaque, en la granja “La Paz”, que era un verdadero paraíso construido por el arquitecto Aurelio Aceves, maestro de Luis Barragán. La casa, por cierto, contaba, entre sus muchos atractivos, con una enorme “casa de muñecas” decorada de piso a techo con murales de Angelina Beloff. Más tarde, y ya en la ciudad de Guadalajara, vivió en una gran casa que había sido diseñada por el arquitecto Pedro Castellanos, condiscípulo de Luis Barragán.
Como puede verse, aquel niño, sensible y muy inquieto no pudo menos que haberse sentido impresionado por esos ricos ambientes arquitectónicos. Tuvo la suerte de haber vivido no solo en casas que de alguna manera resultaban notables (hay que decir que algunas de ellas todavía resultan notables, pues se mantienen en pie), sino que gozó de la muy especial fortuna de haber respirado desde su primer día las atmósferas que con el tiempo habrían de conformar la obra de madurez del genio mayor de la arquitectura mexicana: Luis Barragán.
La recámara individual de la casa de Guadalajara en la que dormía y soñaba el niño Fernando González Gortázar —un niño distinto a sus hermanos, solitario y vital, apasionado por la vida e interesado en todo lo que le rodeaba— tenía el techo tan alto que conformaba en realidad un cubo casi perfecto. La recámara contaba, además, con una ventana por la que se podía ver, ni más ni menos que, el Paraíso. Solo que, como lo reconoce el mismo Fernando, aquel Paraíso “como todo buen Paraíso, tenía su serpiente”. Ya vendría el tiempo en que aquel niño se convirtiera en hombre y en artista, y luchara no sólo por conservar su porción de Paraíso en esta tierra, sino el tiempo de identificar y de reconocer a la serpiente por la forma que le gusta adoptar en nuestros días: como el oprobioso fantasma de la Edad de Hierro. Es tal vez por ello que a Fernando González Gortázar le gusta tanto recordar las palabras luminosas que escribió otro jalisciense insigne, Juan Rulfo, hace ya más de medio siglo en Pedro Páramo: “Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados”.
Resulta sumamente tentador pensar que aquel cubo de la infancia, con todo y su ventana pletórica de “cosas agradables”, debió haber quedado enterrado en las zonas más profundas de la psique de Fernando González Gortázar como una semilla lista para germinar. Un cubo impreso de una forma tan profunda en la materia prima de una sensibilidad virgen que era inevitable que generara en ella fuertes inquietudes y que reapareciera, lo mismo completo que segmentado, enmascarado o transformado, años después en muchas de sus principales obras, hasta llegar a constituirse en una verdadera signatura de su trabajo.
Un cubo donde todo cabe y de donde todo surge, como si la legendaria chistera del mago se hubiera metamorfoseado en manos de Fernando González Gortázar en un surtidor de imágenes de la más pura dicha. Es por ello que, para redondear este capítulo, vuelvo a citar al viejo Jung que en la sección dedicada a sus visiones, del libro titulado Memorias, sueños, reflexiones, le confiesa a Aniela Jaffé: “Nunca me he liberado por completo de la impresión de que esta vida es solo un fragmento de la existencia que se desarrolla en un cubo llamado universo”.
II
Utilitas
Solo lo difícil es estimulante.
José Lezama Lima
En 1953 Mathias Goeritz inició con su edificio de El eco, y con su “Manifiesto de la arquitectura emocional”, una ardua polémica con los representantes de la arquitectura académica de la época en México. Los resultados de aquella discusión son apreciables en la obra toda de González Gortázar, que nunca ha dejado de reconocer su deuda con Goeritz. Este último escribió en su Manifiesto:
“El arte en general, y naturalmente también la arquitectura, es un reflejo del estado espiritual del hombre en su tiempo. Pero existe la impresión de que el arquitecto moderno, individualizado e intelectual, está exagerando a veces —quizá por haber perdido el contacto estrecho con la comunidad— al querer destacar demasiado la parte racional de la arquitectura. El resultado es que el hombre del siglo XX se siente aplastado por tanto ‘funcionalismo’, por tanta lógica y utilidad dentro de la arquitectura moderna”.
Que la utilidad ha sido una de las guías imprescindibles en el trabajo arquitectónico de Fernando González Gortázar, es algo que resulta innegable. Baste ver los diseños de sus casas habitación y platicar un poco con la gente que las ha vivido para darse cuenta de que se trata de un artista que comprende a la perfección tanto las necesidades cotidianas, utilitarias, como la dimensión “espiritual” que sus espacios inevitablemente evocan.
Pero que para este arquitecto, este escultor, este artista, se ha tratado siempre de ir con su trabajo “más allá” de la utilidad inmediata o previsible de sus obras, es algo que resulta innegable también. Claro que, como decía Paul Valéry, “no se construye una bóveda con emociones místicas”. Una catedral exige ensayar previa y arduamente con cien iglesias menores. Sin embargo, queda claro que en el trabajo de González Gortázar, como sucede con el trabajo de todo artista verdadero, el difícil aprendizaje del oficio no es más que un medio, un puente, una metáfora.
Fernando González Gortázar ha tenido siempre entre ceja y ceja algo más que la fría perfección técnica: salvar el abismo que se ha abierto entre el hombre y la naturaleza mediante el vuelo poético de la imaginación. “Yo pienso —dice González Gortázar— que en este momento concreto, la mayor tarea que tienen la arquitectura y el urbanismo es la de reintegrar el hombre a la naturaleza». Al tender con cada una de sus obras un puente entre estos dos extremos, el arquitecto reivindica la condición humana del Homo Pontifex, el hacedor de puentes. Así, en 1979 Alaíde Foppa hablaba de “González Gortázar, quien lleva a la escultura el rigor de la arquitectura, y a la arquitectura la imaginación de la escultura”. Ahora bien, de que entre estos dos polos hay uno que va primero, no cabe la menor duda. Al menos no le ha cabido semejante duda a Fernando González Gortázar. Es por ello que en la primera página de su libro relata la anécdota de un consejo que, a la edad de doce años oyó que su padre le dio a don Severo, cura de Yahualica y maestro de don Jesús en la infancia:
“La comunidad de este poblado ya había logrado levantar los muros del que sería su templo; la duda de don Severo, dado el escaso dinero disponible, se refería a lo que deberían construir primero, si el techo o el campanario de la iglesia. El consejo fue: ‘Con el dinero que tiene haga usted la torre del campanario, porque para techar la nave, tanto usted como la comunidad siempre tendrán la necesidad de hacerlo y el interés de llevarlo a cabo. Si, en cambio, la construcción de la torre quedara postergada, difícilmente la levantarían más tarde, puesto que no se necesita”.
Creo que en esta anécdota, y en la evocación que de su padre hace Fernando, va implícito algo más que la sana celebración de un despliegue de psicología popular y de sabia malicia; implícita va una valoración de qué ha de ir primero, si de escoger se trata, entre la belleza y la utilidad. Con razón agrega Manuel Larrosa en el Prefacio del libro que en 1998 dedicó a la obra este artista: “El insospechado destinatario de tal reflexión fue el niño Fernando, quien gracias a ella más tarde entendió, como arquitecto y como escultor, cuán difícil y comprometido resulta el manejo simultáneo de lo expresivo y lo útil”.
III
Venustas
Solo el misterio nos hace vivir.
Federico García Lorca
Al término de la Segunda Guerra Mundial, y en un corto período de diez años, el sacerdote dominico francés Marie-Alain Coutourier, logró conducir una fuerte corriente de renovación del arte sacro de occidente, al conseguir que muchos de los más grandes maestros del arte contemporáneo —Le Corbusier, Matisse, Léger, Bonnard, Rouault, Bracque y Chagall, entre otros— participaran con toda su creatividad en la construcción y en la decoración de varias iglesias en Francia.
Amparado en la divisa de «a los mejores hombres, los mejores trabajos», y sin tomar en consideración para las asignaciones otra cosa que la calidad magistral de su trabajo artístico, una tras otra florecieron las iglesias soñadas por el padre Coutourier en manos de los mejores constructores, pintores, escultores y arquitectos, de su tiempo: Assy, en 1950, donde participaron muchos de los grandes maestros del siglo XX; Vence, la obra maestra de Matisse, en 1951; Audincourt, la obra maestra de Léger, en el mismo año; y Ronchamp, que fue encargada a Le Corbusier, en 1955. El padre Coutourier aún tuvo fuerzas antes de morir en 1954 para lograr convencer a sus hermanos, los dominicos de la provincia de Lyon, de que encargaran a Le Corbusier la construcción del convento de La Tourette. Todas estas obras dan fe de la calidad y la altura de tan noble empresa.
Menciono todo esto, no solo porque al hacer una evocación de Marie-Alain Couturier logro poner en foco la figura de lo que sería el mecenas ideal en nuestro tiempo: un patrón inteligente, sensible y culto; el sueño de cualquier artista interesado —como es el caso de Fernando González Gortázar— en el arte público y urbano. También lo hago porque en el libro escrito por el dominico y titulado, ni más ni menos, L’ Art Sacré, (El Arte Sagrado), Coutourier hace un elogio de la belleza platónica con el cual nuestro constructor no podría estar más de acuerdo: “porque la belleza es, por sí misma, un bien genuino: diffusivum sui (‘auto difusible’). Las formas puras, por el sólo hecho de estar frente a nuestros ojos, nos ‘afinan’ (tal y como se afina un piano) en relación a la belleza”.
Esta manera de relacionar a la arquitectura con la música debe sonar a gloria en los oídos de González Gortázar, no solo porque su amor a la música así se lo dicta, sino porque la interacción de las formas puras de la música y las de la escultura o la arquitectura, se encuentran y se vuelven una sola cosa en el campo unificado del arte. Por citar un solo ejemplo de esta fructífera alianza, baste pensar en la música de Xenakis, el arquitecto y compositor griego cuya obra, en gran medida se ha desarrollado a partir de la noción matemática y más que platónica, pitagórica, de forma. Y existen pocas cosas más misteriosas que la belleza de las formas geométricas, como bien lo atestiguan las formas puras —cubos, esferas, pirámides, cilindros— que sin cesar ha utilizado en su obra González Gortázar. Formas que en su pureza aspiran constantemente —como lo quería Walter Pater— «a la condición de la música», ese arte donde el fondo y la forma son una sola, única e indivisible cosa.
Y hablando justamente de la belleza de las formas puras, las formas geométricas, en una conversación que sostuvieron entre 1980 y 1981 Luis Barragán y Mario Schjetnan, el artista jalisciense, al impulso de una evocación que el joven arquitecto hacía de la Alhambra de Granada, decía:
L.B.: De acuerdo, la belleza de la arquitectura islámica reside en el hecho de que dos extremos se tocan: el misterio de la religión y la magia de la sensualidad, casi del erotismo.
Muy difícilmente se nos podría ocurrir una aproximación mejor a la belleza, tal como la entiende Fernando González Gortázar y tal y como aparece en sus obras, que ésta. La afortunada frase de Barragán no solo engloba una de esas inefables contradicciones tan caras a los artistas, y que comprende, al mismo tiempo, ascetismo y erotismo… sino que me trae a la memoria algo que me dijo Fernando en una de esas largas conversaciones, a las que es tan afecto, al referirse al arte de Gaudí: “en sus templos del espíritu la carne está bufando”.
Misterio de la belleza y belleza del misterio. En el discurso que pronunció al recibir el codiciado Premio Nobel de Arquitectura, el Premio Pritzker, Luis Barragán sentenció:
“La invencible dificultad que siempre han tenido los filósofos para definir la belleza es muestra inequívoca de su inefable misterio. La belleza habla como un oráculo, y el hombre, desde siempre, le ha rendido culto, ya en el tatuaje, ya en la humilde herramienta, ya en los egregios templos y palacios, ya, en fin, hasta en los productos industriales de la más avanzada tecnología contemporánea. La vida privada de belleza no merece llamarse humana”.
Y continuando con la conversación —me refiero tanto a la conversación que estamos sosteniendo con la obra de Fernando González Gortázar, así como a la conversación que su trabajo ha sostenido y sigue sosteniendo con la obra de Barragán, y a la que sostuvieron hace casi veinte años Barragán y Schjetnan— llegamos a las puertas del misterio. Y como si don Luis no hubiera ya dicho una y otra vez que simple y sencillamente no es posible definir la belleza, el misterio de la belleza, nos ofrece una respuesta magistral, digna de Dogen o de cualquiera otro de los grandes maestros zen:
M. S.: Mencionas continuamente la palabra misterio al referirte a tu obra… ¿podrías precisar el término?
L. B.: Creo que hay misterio cuando se ve la copa de un árbol detrás de un muro.
La obra de Fernando González Gortázar fue y seguirá siendo una elegante espiga que asoma sobre el azaroso horizonte de una ciudad desmesurada.
AQ