Expedición a la centenaria, desconocida y más lisérgica capilla del Eixample
Antes de leer, miren bien la fotografía. Es una capilla. Está sobre los (ya en desuso) dormitorios de chicas de la Residencia de Estudiantes Ramon Llull, uno de los distintos edificios de ladrillo que forman el conjunto de la Escola Industrial. Las habitaciones de los chicos estaban un piso más abajo. Parece que la frontera entre ambas plantas no todos la tenían muy clara, así que tener a un golpe de escalera un lugar donde expiar los episódicos incumplimientos del sexto mandamiento parece algo cómodo y práctico, hasta muy catalán, se podría añadir. Pero, no es por insistir, miren bien la fotografía. ¿Ven en esos arcos catenarios algo familiar, algo propio de la ‘lisergia gaudiniana’? Van bien encaminados. No es una obra de Gaudí. Es de uno de sus discípulos más controvertidos, Joan Rubió Bellver, una de cuyas obras es de las más fotografiadas de la ciudad. No es esta de la imagen, porque las visitas a esta capilla se administran con cuentagotas, un sinsentido que, he aquí lo goloso, tocará próximamente a su fin.
Esta es, quedan avisado antes de proseguir, una historia zigzagueante, así que no se salgan del camino en ninguna curva. Capitanea la expedición Eloi Juvillà, arquitecto al que hay que agradecer infinitamente la información proporcionada.
Primero, Rubió Bellver. Fue ayudante de Gaudí en algunos de sus proyectos civiles, la Casa Calvet, por ejemplo, pero en la historia de Barcelona tiene un vergonzoso párrafo porque fue el arquitecto que en 1928 quiso poner su particular guinda al monumental proceso de gotificación del centro de la ciudad. Aquel año, cuando las corrientes estéticas en Europa eran radicalmente otras, Rubió Bellver planto un puente de inspiraciones venecianas o de representación de don Juan Tenorio en mitad de la calle del Bisbe. El recochineo tras su inauguración fue atronador. Le Corbusier, en una visita a Barcelona en compañía de varios colegas de profesión, pasó bajo él mudo como un Harpo, pero horas después, en ‘petit comité’, preguntó quién era el culpable de aquel “huevo podrido’.
El puente es hoy una foto casi obligada para todos los turistas que transitan por esa calle. Parece que hasta les gusta. Pobrecitos.
La cuestión es que Rubió Bellver era un referente en el primer tercio del siglo XX y, cuando Josep Puig i Cadafalch asumió la presidencia de la Mancomunitat de Catalunya, a él recurrió para refundar la antigua fábrica Batlló de hilaturas de la calle de Urgell. Viene aquí un zigzag. Punto y aparte, pues.
Los Batlló, una familia con raíces en Olot, se afincaron en Barcelona con un espíritu empresarial admirable. Con el Eixample hecho aún un erial, compraron el equivalente a cuatro manzanas (entre las calles de Rossellón, Urgell, París y Viladomat, una zona muy bien surtida de minas de agua) para edificar una fábrica textil que iba a ser la envidia de la competencia. Todo el proceso de producción se realizaría en un único emplazamiento. Contrataron nada menos que a Rafael Guastavino como maestro de obras y este, adorado años después como un auténtico genio en Estados Unidos, se fue a tomar apuntes por Europa, a Manchester, por ejemplo. Regresó con ingeniosas ideas, pero, sobre todo, puso su acento en el proyecto y alumbró en 1885 una zona de telares con sus características cúpulas abovedadas, que eran realmente muy hermosas, aunque, eso sí, inversamente proporcionales a la fealdad de lo que allí sucedía a diario, trabajo infantil y femenino mal remunerado. La Rosa de Fuego era un mal lugar para este tipo de laboricidios. Hoy en día ya no, Entonces, sí. La fábrica sobrevivió solo 19 años.
Guastavino, solo por hacer un breve inciso, dejó su sello en la fábrica Batlló y a la carrera cruzó el Atlántico tras dejar tras de sí una estafa piramidal que arruinó a muchos (40.000 dólares dicen que amasó a base gracias a los incautos) y, también, bastantes mujeres desconsoladas, porque igual que te levantaba un arco de baldosas sin cimbra ni nada, te erguía una relación sentimental que parecía sólida y no lo era.
La cosa es que toda aquella arquitectura, de la que no hay que dejar de destacar esa chimenea de 64 metros de altura que en el subsuelo es un laberinto de pasillos casi de película, no tenía ningún propósito claro tras el adiós de los Batlló, así que podía haber terminado demolida. Durante la Guerra de Cuba fue hospital de campaña de lo que quedaba de los soldados cuando regresaban en barco a Barcelona, pero aquello era algo coyuntural. El recinto se merecía un destino y todo era incierto. Hasta que, en una momento fulgurante surgió casi de la nada la Mancomunitat de Catalunya, una suerte de Generalitat de marca blanca que, a la hora de la verdad, proporcionalmente, vistos sus medios, hizo por este país mucho más que 23 años de pujolismo.
Enric Prat de la Riba tramitó la compra de aquella fábrica porque intuyó la necesidad de crear una universidad de los oficios, un lugar en el que formar a los técnicos de que carecía Catalunya. No se demolió ni un muro. Al revés, se añadieron construcciones. Se levantó, por ejemplo, la Escuela de Agricultura (o sea, el edificio que hoy alberga la capilla, ya, ya nos acercamos a ella…), con el propósito, además, de que algún día fuera un anexo de la futura Conselleria d’Agricultura. El golpe de Estado de Primo de Rivera fue, claro, algo que no entraba en los planes de la Mancomunitat. La vida de aquel lugar, sin embargo, no decayó. Tan potente era el proyecto en marcha que ni un dictadorzuelo como aquel se atrevió a desarbolarlo.
En 1929 se inauguró la residencia de estudiantes al principio de todo mencionada y, en su zona alta, la capilla de Rubió Bellver, a la que se accede a través de una escalera iluminada por tres vidrieras de aires eclesiales que merecen, para ser presentadas, un zigzag de aúpa.
A 10.300 kilómetros de Barcelona, en el delta del Mekong, se alza con uno de los principales templos del caodaísmo. Queda bastante a trasmano, peros si se tiene la oportunidad de visitarlo, jamás se debería desdeñar esa opción. El caodaísmo es una religión bastante rara, por no decir la que más, y eso que la competición es muy reñida si se trata de la fe en lo indesmostrable. El caso es que en el interior de aquel templo tienen figuras de lo que consideran sus propios santos. Jesús, Mahoma, Víctor Hugo, Lenin, Shakespeare, Juana de Arco…
Resulta inevitable recordar a ese repóquer de figuras cuando en las la residencia de estudiantes de la Escola Industrial se suben las escaleras camino de la capilla y uno se topa con que la luz del sol atraviesa los cristales de colores que dan forma a Ramon Llull, Jaume Balmes y Narcís Monturiol. No forman parte esas vidrieras, por supuesto, del recinto sacralizado, pero a su manera predisponen el alma para lo que se descubrirá tras las puertas de este más o menos pequeño centro de culto.
Que Rubió Bellver sea conocido por el puente de la calle del Bisbe y no por esta obra es un sinsentido muy propio de esta ciudad.
La gran fortuna es que la Diputación de Barcelona, dueña del lugar y algo imbuida aún por lo que un día fue la Mancomunitat, tiene interesantísimos planes de futuro.
El pasado marzo, la ‘dipu’ presentó en público unas obras presupuestadas en 100 millones de euros que pretenden dar una nueva vida (¿la tercera?, ¿la cuarta ya?) a la totalidad del recinto de modo que para los barceloneses sea una nueva ‘superilla’ más, verde y transitable, y que desde el punto de vista académico sea un polo de captación de talento internacional. Es ahí donde entrará en juego la residencia de estudiantes, que tal y como está el mercado inmobiliario de la ciudad, prohibitivo, será una pieza indispensable para que la rueda del talento comience a girar. El proyecto prevé recuperar incluso las cúpulas de Guastavino tal y como eran hace 137 años, pero la pregunta lógica es ¿qué será de la capilla, con sus insólitos esgrafiados que decoran los juros directamente sobre los ladrillos?
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Zigzag. De vez en cuando se asoma a los medios de comunicación el supercomputador Mare Nostrum de Barcelona, no por sus brutales prestaciones de programación, sino por el que es su hogar, una capilla edificada en 1859 por Manuel Girona en el barrio de Pedralbes. Cuesta encontrar un calificativo para ese brutal contraste. ¿Divino? El caso es que, inspirados o no por ese antecedente, la capilla de Rubió Bellver está llamada a ser un lugar de ‘coworking’ intelectual que, a buen seguro, será inspirador. Fotogénico, también.
Antes habrá que desacralizar el recinto. Desde estas líneas, ya que estamos, se pide estar presente en esa jornada. Restamos a la espera de respuesta.