Mary Anning, madre de la paleontología
Josué Carrillo
La costumbre ha hecho que parezca normal reconocer la paternidad en las ciencias, artes y técnicas; siempre figuran Hipócrates, ‘Padre de la medicina’; Le Corbusier, ‘Padre de la arquitectura moderna’; Claude Monet ‘Padre del impresionismo´; hasta se conoce la paternidad compartida, Galileo Galilei y Roger Bacon, ‘Padres del método científico moderno’. Si al barón Georges Cuvier se le conoce como ‘Padre de la paleontología’ por el papel crucial en su desarrollo, gracias a su idea de extender la anatomía comparada, que se emplea en animales vivientes, al sistema de clasificación de fósiles, pienso que no menos que ‘Madre de esta ciencia’ es el título bien ganado por Mary Anning, por sus descubrimientos para la ciencia de muchos seres vivientes perdidos en los abismos del tiempo. Pero, hasta donde llegan mis conocimientos, en estos campos del saber no existe la maternidad, hay padres, pioneros, precursores y otros, pero no madres.
Esta sorprendente mujer, Mary Anning, es la primera paleontóloga y la primera en ser reconocida como tal, nació en mayo de 1799, en el seno de una familia de clase social pobre, no anglicana; su padre era carpintero y para redondear sus ingresos coleccionaba y comerciaba fósiles recogidos en los acantilados cercanos a su ciudad, Lyme Regis, Inglaterra. Su padre, que falleció cuando ella era aún niña, le enseñó a buscarlos y limpiarlos; después de la muerte de su progenitor, fue el párroco de la iglesia quien continuó la enseñanza y le fomentó el oficio que le permitiría, aunque con estrechez, ganarse la vida.
Por la falta temprana de sus padres, Mary tuvo poca educación escolar, pero su interés por los fósiles, que descubría por montones, la motivó a estudiar por su cuenta geología y anatomía, lo cual le permitió hablar y mantener correspondencia con geólogos y coleccionistas de renombre. Con sus hallazgos de fósiles en los lechos marinos del período Jurásico (comprendido entre 199,6 y 145,5 millones de años, sobra decir a.C.) contribuyó a la mejor comprensión de la vida prehistórica y la historia de la tierra; este trabajo le granjeó el reconocimiento en el mundo científico de principios del siglo XIX. Sin embargo, no fueron sus colegas quienes le dieron crédito en las publicaciones que hacían de sus descubrimientos, ni siquiera cuando escribieron sobre el hallazgo extraordinario de un ‘pez lagarto’ gigante, un ictiosaurio. Este descubrimiento lo hicieron su hermano Joseph y ella, que a la sazón tenía doce años; él encontró el cráneo y ella, el resto, que medía 5,2 m de longitud.
Hubo varias razones de ‘mucho peso’ para que Mary no fuera aceptada plenamente en la comunidad científica de la época: primeramente, ser mujer, pues la geología era profesión estrictamente masculina, la Sociedad Geológica de Londres se negó a admitir mujeres hasta 1904; segundo, proceder de una clase social baja, es decir pobre, y esta profesión era, aunque no estuviera explícitamente estipulado, para varones adinerados; además, pertenecer a una iglesia no anglicana, algo inaceptable en la Inglaterra del siglo XIX. A pesar de sus muchos descubrimientos, hubo muchos naturalistas que se obstinaron en desconocer los aportes notables de Mary Anning para apartarla así de la comunidad científica; tal es el caso de Everard Home, un médico que escribió varios artículos sobre el ictiosaurio e ignoró por completo el nombre de la descubridora, y llegó al extremo de desconocerle el trabajo de limpieza y preparación del fósil y atribuírselo a un empleado del museo del naturalista William Bullock
Mary Anning descubrió en 1823 el fósil completo de un plesiosaurio o, como su nombre lo indica, un saurio cercano a un reptil. La noticia del hallazgo de este ejemplar tan extraño corrió entre la comunidad científica con una rapidez inusitada y rápido se regó también la bola de que el fósil era falso; hasta el mismo Cuvier, Padre de la paleontología, lo puso en duda y reconoció su error cuando vio la descripción y las ilustraciones hechas por el geólogo y paleontólogo William D. Conybeare. La Sociedad Geológica de Londres programó una reunión especial para tratar el caso, a la cual obviamente Mary no fue invitada, por tratarse de una mujer de clase trabajadora y porque la Sociedad Geológica no permitía que las mujeres asistieran a sus reuniones, aunque fuera como invitadas, y menos aún que pertenecieran a ella. Sin embargo, solo los paleontólogos de la época si podían publicar, sin necesidad de darles crédito alguno, las descripciones de los fósiles que Mary hallaba.
En el año 1828 Mary Anning descubrió una mezcolanza de huesos con alas y una cola larga; otra vez volvió a regarse la noticia y las comunidades científicas de Londres y París discutieron y propusieron varias teorías sobre el origen del “reptil más raro y extraño de todos”. El descubrimiento resultó ser un Dimorphodon, un pterosaurio, el primero encontrado fuera de Alemania; este fósil, a diferencia de los ictiosaurios y plesiosaurios, tenía alas, vivió casi durante todo el Mesozoico (que se extendió entre los 250 y los 66 millones de años), se creyó que era el animal volador más grande que jamás había existido. Con la colaboración del paleontólogo William Buckland, uno de los pocos científicos que les dio el crédito a los descubrimientos de Mary, llegó a ser la pionera en el estudio de las heces fosilizadas halladas en el abdomen del ictiosaurio, llamadas por Buckland coprolitos y conocidas en ese entonces como «piedras bezoar».
Mary Anning fue modesta con sus conocimientos, pero no fue tonta, con el tiempo ganó confianza en sí misma y dejó de comerles cuento a sus colegas, fue así como en 1839 escribió al Magazine of Natural History para expresar sus dudas acerca de un tiburón fósil, llamado Hybodus, que decían haber descubierto, cuando ella misma había encontrado y descrito hacía años un ejemplar de esa misma especie.
De los pocos que reconocieron el mérito de Mary Anning y sus valiosos hallazgos fueron el coleccionista Thomas Birch, quien le dio algún apoyo económico, y el geólogo Henry de la Beche. Este colega fue quien, con el ánimo de ayudarla en su habitual precaria situación económica, le encargó al acuarelista Georg Scharf la pintura de una escena sobre el tiempo geológico, Duria Antiquior, que incluye ictiosaurios, plesiosaurios y pterosaurios; esta es la primera representación pictórica de la vida prehistórica basada en evidencias fósiles, en su mayor parte encontradas por Mary Anning. De la Beche vendió todas las copias a sus amigos ricos y colegas y el producido de la venta se lo entregó a ella.
Mary Anning murió en 1847, víctima de un cáncer de seno, para entonces ella gozaba de renombre en la comunidad científica inglesa y fue su amigo Henry de la Beche, a la sazón presidente de la Sociedad Geológica de Londres, quien escribió un obituario en las actas de la Sociedad, un honor reservado solo a sus miembros (no miembras, valga advertir). Hoy la Royal Society reconoce a Mary Anning como una de las diez científicas más influyentes de la historia.
En los años en que Mary Anning recorría los acantilados de la costa inglesa en busca de fósiles y sus hallazgos iluminaban la senda para conocer la historia de la vida en la tierra, aquí empezábamos a salir del marasmo que nos dejó la colonia y a conocer los trabajos de la Expedición Botánica, Humboldt, Bonpland y Mutis; eran pocos los libros de ciencias naturales que nos llegaban; aún no había un gobierno que tuviera interés en la ciencia, y quienes se dedicaban a ella eran todos hombres, a las mujeres se les tenía reservado el derecho al trabajo en el hogar. No sin razón cuando inicié estudios en la Facultad de Minas de la Universidad Nacional – Sede Medellín, era inimaginable una mujer compartiendo aula con varones en la carrera de Geología, y cuando la primera estudiante, una mujer muy destacada y brillante, por allá a principios de los años setenta, fue a graduarse, tuvo que solicitar al Consejo Directivo de la Facultad la autorización para que en su diploma figurara como Ingeniera Geóloga y no Ingeniero Geólogo.