La ciudad irracional
Existen muchísimos estudios que intentan explicar la forma de los asentamientos humanos a partir de la topografía, las redes de comunicaciones, las infraestructuras, los ríos, las costas, las fuentes de agua, los vientos dominantes, la división de la propiedad, la defensa del territorio y un sin fin de circunstancias naturales o artificiales de las que pueden deducirse patrones racionales que explicarían la forma urbana heredada.
También se han estudiado hasta la saciedad las necesidades espaciales de las personas, los vehículos en los que no movemos, las industrias, centros comerciales, escuelas, etc. Con estos antecedentes, además de explicar racionalmente la forma de las ciudades que han llegado hasta nosotros, nos hemos sentido capaces de diseñar ciudades científicamente perfectas. La máquina de habitar que diría Le Corbusier.
Esto es lo que me enseñaron cuando estudiaba urbanismo, y creo que también es el tipo de razonamiento que la mayoría de los ciudadanos espera de los técnicos, los políticos, los promotores y en general de las personas que se supone que toman las decisiones que afectan al futuro de las ciudades. En el fondo, nos sentimos impotentes en un mundo que nos desborda, y dormimos más tranquilos pensando que hay alguien por ahí que lo tiene todo bajo control.
Nada más romper el cascarón universitario, una vez iniciada la práctica profesional, pude comprobar que además de lo que me habían enseñado, la construcción de la ciudad también es un negocio, y que en los tiempos que nos ha tocado vivir, la lógica del desarrollo urbano no surge tanto de la geografía o de la voluntad de mejorar la calidad de vida de sus habitantes, como de la necesidad de optimizar los beneficios de los promotores y regular sus disputas. Pero al fin y al cabo, de este propósito también podían deducirse patrones racionales y criterios legales que podían estudiarse, asumirse y aplicarse, así que mi profesión seguía teniendo sentido, aunque tuviera más que ver con la forma de actuar de un abogado o un economista que con la de un arquitecto, un ingeniero o un geógrafo, y mi trabajo pudiera beneficiar más a unos que a otros.
El entendimiento del desarrollo urbano como algo racional no solo justifica el papel de los urbanistas profesionales, también interesa a los promotores porque necesitan argumentos para justificar los monopolios de suelo, a la Administración porque necesita argumentos para justificar sus decisiones, incluyendo la asignación de los monopolios anteriores, y no ha encontrado otros mejores que los aportados por los urbanistas y los ingenieros urbanos, y por supuesto, a la mayoría de los ciudadanos, porque la vida es más llevadera si piensas que existe algún tipo de racionalidad detrás de las decisiones que van conformando la ciudad en la que vives.
El problema es que, en la práctica, la configuración del espacio que habitamos también depende, cada vez en mayor medida, de sentimientos y comportamientos muy humanos, pero nada racionales, que a menudo no somos capaces de reconocer. Probablemente porque lo irracional siempre es más difícil de entender, y también porque asumir este tipo de comportamientos suele enfrentarnos con nuestros propios demonios. Estoy hablando, por ejemplo, de la envidia, la necesidad de aparentar, de codearnos con los triunfadores o evitar el contacto con los que consideramos inferiores.
Steve Jobs, el genio de Apple, reconocía que el éxito de sus productos de consumo masivo dependía más de la respuesta a este tipo de sentimientos que de la solución de otros problemas aparentemente más racionales. La mayor parte de la gente no compra un i-phone o un determinado modelo de coche para resolver una necesidad racional, sino por lo que representan. Algo parecido pasa con las viviendas, la elección del barrio en el que uno quiere vivir, el colegio que desea para sus hijos, el diseño de los edificios y hasta la forma en la que diseñamos las calles, plazas o zonas verdes.
Las ciudades no son sólo máquinas de habitar, también son escenarios en los que se representa nuestra vida. En cualquier ciudad madura, la demanda de viviendas, no surge tanto de la necesidad primaria de alojarse como del deseo de mejorar nuestro estatus.
Cualquier promotor inteligente sabe que su producto sólo tendrá éxito si satisface este tipo de necesidades. Los estándares dotacionales, los trazados racionales, o la sostenibilidad están bien para las memorias justificativas de los expedientes administrativos, o para la publicidad, pero se quedan en eso: palabras. Lo que de verdad vende es la imagen de prestigio, la exclusividad o el nivel económico de tus futuros vecinos. Curiosamente, los barrios más “racionales” desde el punto de vista de la ciencia urbana suelen ser barrios baratos destinados a vecinos poco glamurosos que tienen poca capacidad de elección.
Naturalmente, nuestros representantes son personas de carne y hueso como el resto de los mortales, y los sentimientos también están detrás de muchas de las decisiones que afectan a las grandes infraestructuras o dotaciones. No voy a citar ejemplos cercanos porque no quiero herir a nadie en particular, pero solo tenemos que alzar la vista para comprobar que es imposible explicar muchas de sus decisiones utilizando únicamente argumentos racionales. A menudo es más sencillo explicarlas a partir de sentimientos humanos como la necesidad de prestigio, la afirmación del poder, o la búsqueda del aplauso inmediato.
Es imposible cambiar la naturaleza humana, pero nos vendría bien conocernos mejor a nosotros mismos, entender los motivos reales de nuestras decisiones y evitar justificarlas recurriendo a argumentos supuestamente racionales que a menudo enmascaran la realidad. Esto vale para cualquier persona, incluyendo urbanistas, legisladores, electores y alcaldes.