‘L’Invitation Au Voyage’: La casa diseñada por una mujer que obsesionó a Le Corbusier (y que él terminó profanando) | Arte | ICON Design
El artista Álvaro Urbano (Madrid, 38 años) ve fantasmas, aunque él lo cuenta de una forma más racional: “Me interesa mucho el teatro de lo doméstico, los objetos que dejamos en un sitio, los gestos, cómo vivimos un espacio. Es animismo: la vida de un objeto”, explica al teléfono. O sea, fantasmas, o, al menos, la huella que deja el pasado en las paredes que nos rodean. En su obra, Urbano reconstruye no lugares sino la sensación que transmiten. Parte de piezas concretas, reconstruidas en materiales inimaginables (es decir: ”objetos no reproducidos, sino recreados de tal forma que cuenten una historia”). También juega como un cineasta con la luz y el sonido. Lo suyo es teatro, es arquitectura, es artesanía: es un conjunto que sumado va más allá de lo terrenal. En El despertar, la asombrosa instalación que inauguró en 2020 en la Casa Encendida, construía el alma del Pabellón de las Hexágonos en la Casa de Campo, de José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún, un edificio en su día ganador de la Medalla de Oro de la Expo de Bruselas de 1958 y hoy abandonado. Ese mismo año participó en la creación de aquellas flores gigantes del Palacio de Cristal, que contaban la historia de amor con su marido, el también artista Petrit Halilaj.
Ahora, Urbano ha visto otro fantasma, esta vez en una de las historia más sórdidas de la arquitectura reciente: “Tenemos la idea de que Le Corbusier era un genio, pero era un poco machista”, arranca. Ahí está el germen de L’Invitation Au Voyage, su nueva instalación recién inaugurada en Travesía Cuatro (Calle San Mateo 16, Madrid). Como explica Urbano, el arquitecto más conocido del siglo XX pintó las paredes de la casa E-1027, en la Provenza francesa, obra y vivienda de la arquitecta Eileen Gray, la cual ella había erigido en los años veinte. “Le Corbusier estaba obsesionado con el edificio, incluso se construyó un cabañón en el jardín. Un día de 1935, en un acto de falocracia, decidió pintar murales en las paredes. Ella lo tomó como una violación: imagínate que él fuera a casa de Josep Lluís Sert y pintara cuatro murales. Además que son horribles. Le Corbusier era un genio como arquitecto. Como pintor, pobre, no”.
En la interpretación del artista, que ocupa varias salas de Travesía Cuatro, la casa E-1027 se revela como algo ahora putrefacto. De las paredes brotan hongos, como una presencia parasitaria y tóxica: representan el fantasma de los dichosos murales. Sus sombras cambian de tamaño según varía la luz que entra por unos cristales de vidrio lechoso que hacen de ventanas (y por los que también suena una brisa). “Me gusta la idea de algo que no puedes agarrar, como un sueño, siluetas”, describe Urbano. Y señala la última sala, donde hay una caseta negra: “Como acto subversivo, el cabañón que Le Corbusier instaló en el jardín es una caseta de perro. En la vida real, él tenía un schnauzer, Pinceau, y cuando se murió le quitó la piel y con ella encuadernó un ejemplar del Quijote. Eso era muy Corbusier. Cuando se murió su mujer Yvonne, él guardó una de sus vértebras y la llevaba allá donde fuera”.
La otra mitad es la presencia de Gray, más humana, casi luminosa. Sobre la cama de la casa, hay un cenicero con cigarrillos marcados por pintalabios rojo y otros colores: “Referencias a una historia que se acabó”, apostilla el creador. Están rehechos con metal y pintura acrílica (una de las especialidades de Urbano, que las ha perfeccionado desde El despertar). También se encuentra el libro Les Fleurs Du Mal (1857), de Baudelaire, que Gray leía y que contiene el poema L’invitation au voyage, el cual, dice el artista, encierra el espíritu de la casa. “Habla de luz, reflejos, armonías, lujo”. Para darle al conjunto un aire más, en fin, fantasmagórico, sobre el sonido del viento se impone a veces la musicalización de ese poema que Henri Duparc hizo de ella en 1870.
Lo que no se ve pero sí se siente es el resto de la historia. “Le Corbusier murió en 1965, en una playa no muy lejos de allí: fue de un infarto al meterse en el agua y, como no llevaba las gafas puestas, nadie le reconoció”, prosigue Urbano. “La casa de Gray pasó a manos de un coleccionista, que al morir la legó a su médico, el cual la usó para hacer orgías. También pasó por ahí la II Guerra Mundial… Es un sitio sórdido y el punto de inflexión son aquellos murales”.
También aquí hay unos murales, al final, en la última pared; al menos unas fotos de Le Corbusier trabajando, desnudo como él solía hacerlo, cubiertas por obras de la artista noruega Tyra Tingleff. “Me gusta esa idea de que él no fue invitado a manchar las paredes de su amiga y yo invito a mi amiga a pintar”, explica Urbano. Ese es el poder de su interpretación. “No soy historiador de arquitectura: esta es la historia a través de mi ojos, la abstracción de la casa”, se explica.
De hecho, todavía no ha puesto pie en ella, o lo que queda de ella todavía. Se documentó a fondo, eso sí, y en esto le ayudó el comisario de arte Cristiano Raimondi, que escribe el texto de la exposición. También estudió la conferencia de la madrileña catedrática en Princeton Beatriz Colomina sobre el tema. Al final, todo cupo en esos elementos. El cristal opalino, la canción, el poema, los cigarrillos. La caseta de perro. “Un gesto muy pequeño tiene mucha intención”.