¿Y si el arca de Noé era en realidad una casa? | El hacha de piedra | Ciencia
Las borrascas de ahora vienen con nombre propio: Armand, Béatrice, Claudio, Denise, Efraín, Fien, qué sé yo. Parece ser que solo se bautizan si lo merecen, es decir, si son lo suficientemente intensas para ello.
Lo cierto es que las connotaciones bíblicas no se pueden evitar cada vez que nos asaltan imágenes de ciudades cuyas arterias quedaron convertidas en vías fluviales. La historia arquetípica de Noé y de su Arca revive con la misma violencia que traen las borrascas que estamos sufriendo. Es inevitable la referencia.
Durante años, historiadores y científicos se han enfrentado acerca de la veracidad del capítulo dedicado al Diluvio Universal. Según científicos de la NASA, el origen lo tuvo un meteorito caído en una capa de hielo. Según otros, el origen lo tuvo el volcán Etna que causó un tsunami que inundó la costa oriental mediterránea, de ahí que el tal Noé construyese un refugio de madera cuyos restos se pueden encontrar en el monte Ararat. Esta imagen nos remite de manera inevitable a la película aquella que rodó Werner Herzog, titulada Fitzcarraldo. El propio Herzog cuenta en un libro lo que tardó en subir el barco hasta una montaña. El libro se titula Conquista de lo inútil, y ha sido publicado por Blackie.
Pero la citada teoría volcánica está cargada de connotaciones ficticias y alejada de la ciencia, tal y como se ha venido demostrando sucesivamente desde que, en 1829, el científico alemán Friedrich Parrot rastrease la zona y no encontrase resto alguno del citado Arca de Noé. Tal vez, de todas ellas, la hipótesis más cercana a la verdad sea la conocida como la teoría de la catástrofe de Toba, cuando un volcán situado en el mismo lago Toba, en la isla de Sumatra, provocó la catástrofe por la cual la población mundial se vio reducida. Ocurrió hace 74000 años aproximadamente y dicha teoría se propuso a finales de los 90 desde la Universidad de Illinois y fue sostenida por el antropólogo Stanley H. Ambrose.
Llegados aquí, podemos apuntar que cualquier hipótesis acerca de lo acontecido resulta tan ficticia como el mismo relato bíblico, cuya última interpretación científica ha venido de la mano de José Joaquín Parra Bañón, catedrático en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla que acaba de sacar un libro publicado en Atalanta. Se titula Noé en imágenes y está escrito con una riqueza léxica que abunda en detalles. Recoge a Noé de los márgenes de nuestra mitología hebrea y lo aproxima al origen del mundo, siendo el personaje que primero pintó Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina.
A partir de aquí, Joaquín Parra Bañón proyecta un trabajo curioso donde el astrónomo Julius Schiller se funde con Le Corbusier para abordar el mito fundacional que construyó el Arca de maderas resinosas; un refugio eficaz contra toda catástrofe cuyo rumbo es alumbrado por un inmenso atlas de estrellas con nombres cristianos.
La vasta iconografía, junto a la documentación existente del episodio a través de los siglos, es comentada al detalle. De esta manera, Parra Bañón nos cuenta cómo los miniaturistas medievales, los iluminadores góticos o los ilustradores renacentistas interpretaron que lo que Noé levantó no fue una barca, sino una casa que fue embarcada. Son muchas las ilustraciones del libro en las que se puede apreciar esto, pero hay una que llama la atención. Se trata de un óleo sobre madera donde las bestias desembarcan, descienden del Arca, “brotan de las entrañas del Arca como las hormigas emergen a raudales del hormiguero” señala Parra Bañón en su comentario acerca de la pintura de Simon de Myle titulada El Arca de Noé en el Monte Ararat, fechada en 1570.
El libro de José Joaquín Parra Bañón es un trabajo muy original donde la mitología sirve de base para proyectar el planteamiento científico, al contrario de lo que sucede en la mayor parte de los trabajos transversales, donde ciencia y literatura se complementan, siendo la base científica la que origina la proyección mitológica.
Crónica de la locura
La lluvia nunca defrauda cuando se trata de la ficción. Porque la lluvia, junto con el viento y la sombra, es uno de los atributos propios de las grandes narraciones desde la primera edad del mundo, cuando el lenguaje dejó de ser inocente y las cosas empezaron a tener nombre. De esta manera, nuestros ancestros construyeron mitos; relatos racionales armados a partir de símbolos, enigmas cuya solución se encuentra contenida en el mismo enigma. En lo más remoto de nuestra mitología, en lo más profundo de nuestro inconsciente, habita el relato bíblico.
Sin ir más lejos, el capítulo del arca de Noé nos traslada hasta aquella primera edad del mundo, cuando el diluvio universal cayó sobre la Tierra durante 40 días y 40 noches. Una vez que la tormenta amainó y las aguas empezaron a ceder, entonces Noé soltó una paloma, que apareció de vuelta pasada la mañana. Traía una rama de olivo en su pico. El mensaje lo interpretó Noé de la única manera posible, es decir, que las aguas se habían retirado.
A partir de esta imagen que forma parte del inconsciente colectivo, el cineasta Werner Herzog tomó impulso. Lo hizo con la violencia de un perro que hinca sus dientes en la pierna de un ciervo. La visión deslumbrante de un barco en lo alto de una montaña se había apoderado de él. Era su obsesión. Acompañado por la voz de Enrico Caruso, el cineasta alemán emprendió su aventura. Werner Herzog tardó más de 40 días y 40 noches en subir el barco hasta la cima para que su película Fitzcarraldo quedase coronada como una pieza sublime de delirio cinematográfico. Nadie había llegado a tanto.
Tal vez Orson Welles tuviese inspiraciones parecidas. Tal vez. Lo cierto es que cuando el barco alcanzó la cumbre, Caruso dejó de cantar y Herzog se dio cuenta de que los pájaros gritaban de dolor. Era el lamento ancestral que traía los ecos de un olivo milenario, de cuando el diluvio embarró la Tierra y el cuervo negro se entretuvo en preñar con su pico a todas y cada una de las aves que Noé refugió en su arca.
Algo parecido cuenta el relato inaugural de nuestra mitología escrito por Moisés bajo inspiración divina, aunque, bien mirado, todo indica que fue Satán el verdadero autor de esta crónica de la locura.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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