Entramos en la fascinante casa de Felipe Pantone, el artista que quería vivir en una galería de arte
Era una tarde tonta y caliente –que dirían David y José Muñoz–, de esas en las que uno parece quedarse pegado al tapizado del sofá, cuando Felipe Pantone, cansado de las altas temperaturas de Nueva York (ciudad en la que residía por aquel entonces), comenzó a fantasear con las playas de la Comunidad Valenciana. El argentino, que llegó a España a los diez años y empezó en el mundo del grafiti a los doce, estudió Bellas Artes en la ciudad del Turia, en la que actualmente tiene base su estudio. “Estaba ahí sentado y me asaltó la duda de cuánto valdrían las casas en Jávea. Justo estaba buscando algo en Manhattan, pero todo era demasiado caro y no me convencía. Así fue como encontré la casa, sin moverme del sillón. A los pocos días viajé para verla y el flechazo fue instantáneo”, nos cuenta.
El artista, que jamás muestra su cara para darle todo el protagonismo a su obra, quería un cubo completamente blanco, casi aséptico, que le permitiera exponer su colección de tesoros: “Me apetecía que fuera una especie de galería. La idea es que haya, además, muy pocas piezas mías y que casi todo sea de maestros y profesionales que me motivan y que me encantan. Para mí, vivir aquí me deja poner cosas por todas partes. No me interesa destacar un sofá, mi interesa subrayar todas las piezas que tengo la suerte de tener”, asegura. Un templo dedicado al arte que, sin embargo, no resulta frío, calculado ni mucho menos impersonal. Al contrario, todo lo que esta construcción de algo más de 200m2 alberga en su interior es, precisamente, parte de la historia de Pantone. Y es que a pesar de que la tendencia habitual sea alejarse del porte de museo, el pelaje de esta vivienda se sale de la norma para quitarnos de un plumazo todos nuestros prejuicios.