Le Corbusier (1887-1965), el arquitecto que inventó la vida moderna
Le Corbusier siempre ha sido el más moderno, el más fructífero y el más libre, un Picasso de la arquitectura capaz de reinventarse plástica y conceptualmente en cada época de su vida. En sus primeras viviendas –la casa que firmó para sus padres, Villa Le Lac en 1924, y la que culminó en París para el coleccionista Raoul La Roche (1925) con el que comenzó a trabajar antes de denominarse Le Corbusier, cuando era Charles Édouard Jeanneret– está el origen de trabajos posteriores, como la Villa Saboya o la casa del médico Pedro Curutchet, en La Plata (Argentina).
Estamos ante el triunfo de la reinvención moderna por encima de la esclavitud que representa el seguimiento ciego de un estilo, aunque sea aparentemente rompedor. Los bloques de apartamentos que se hacinan en nuestras ciudades desvirtúan el legado de l’Unité d’Habitation de Marsella, un inmueble vivo, con terraza en la azotea, que resume los principios de Le Corbusier: levantar sobre pilotis, no interrumpir las plantas, ventanas corridas y zonas de recreo comunes.
Su última morada, levantada con troncos de madera: el Cabanon de 12 m2 cerca del que murió, en 1965, cuando un ataque al corazón lo tumbó mientras nadaba en el Mediterráneo. Entre las piezas más icónicas, el Parlamento que puso en el mapa cultural a la ciudad India de Chandigarh, y la construcción de una creencia que no parece poderosa, sino humilde –y por eso más real que los halos catedralicios–, que es lo que uno experimenta en Ronchamp. Esta gran obra maestra de la arquitectura apuntó no solo cómo lo sencillo puede ser monumental. También cómo se puede hablar de poder con más arte que dinero.