Conmemorar hoy -día 11- a Nueva York

Conmemorar hoy -día 11- a Nueva York


No son estas palabras una tentativa de olvidar el “World Trade Center” en aquel 11 de septiembre de 2001, cuando el terrorismo derramo brutal muerte y dolor. No obstante, ahora, deseamos perpetuar la metrópoli con las palabras del arquitecto francés Le Corbusier: “Cien veces he pensado que Nueva York es una catástrofe, y 50 veces que es una hermosa catástrofe.”

Retengo claramente mi llegada a Nueva York la vez primera. Venía de Newark, en el vecino estado de New Jersey. El avión sobrevoló la estatua de la Libertad y Ellis Island, esa estación de emigrantes cuya marea humana terminaría formando “no solamente una nación, sino una abundante nación de naciones”, al decir de Walt Whitman.

¡Cuántos millones de seres abandonados del ancho mundo anhelaban ir a ese islote y de allí asumir la urbe que podía hacer realidad cada uno de los anhelos humanos!

Nueva York pervive dentro de un enorme conglomerado de hierro y cemento que inventó Manhattan o viceversa.

Evoco haber cortejado ese aglutinamiento de avenidas, plazas, puentes y agua salobre luminosa a primera vista, y fue un flechazo. Un resplandor, la sensación de haber llegado al epicentro del planeta en que todos los anhelos idealizados se podían hacer realidad.

Ya no era joven y había en mí el desaliento que imprimen los años cuando comienza a cansar hasta el aliento.

Conocí la urbe pisando sus cuadras, camuflado entre el vapor de los conductores subterráneos y los resplandores grises y amarillos de esas fachadas rasgadas de un Art Déco que influyó con fuerza huracanada en la arquitectura, diseño gráfico, las artes y toda la industria de aquel tiempo, entre la primera y la segunda guerra mundial, tras expatriarse del barrio Montmartre de París y escalar las fachadas de los altos edificios neoyorquinos.

Lo señaló Henry Miller con una verdad latente: “Nueva York… rascacielos, comida, carteles, trabajo, crímenes, amores… Una ciudad entera construida sobre un pozo abierto en la nada”.

Tom Wolfe – cuyo libro “El periodismo canalla y otros artículos” fue compañero de aquellos días – irradió mi propia impresión al penetrar a la metrópoli única viniendo de Florida, tras unos días en Miami participando en un coloquio sobre emigración latina a los Estados Unidos.

Aquel día se alzaba ante nuestra mirada la ciudad que desempeña en la actualidad el destino de la antigua, Moscú o Londres, la venturosa tierra ancestral de la civilización humana inconmensurable.

Poseía una cierta idea de lo que veía a cuenta de viejas películas en blanco y negro con policías y ladrones, cuyo final concluía siempre difuminado sobre Broadway o un cuarto deprimente en la calle 42, en el que su única ventana daba sobre un anunció de whisky, mientras el protagonista remataba besando los carnosos labios de una mujer con cabellos rubio platino.

Al final, sin haber entrado al hall del Hotel Plaza, o en los bares Algonquin o el St. Regis en pos de las sombras y las escandalosas conquistas de Andy Warhol, Gore Vidal, Truman Capote o Monty Cliff, me envolví en las palabras de Le Corbusier, cuya arquitectura, sin saberlo, fue pura creación manhattiana.

Pisaba esas arterias mientras el cardenal rojo, el ave emblemática del Central Park, se escondía de los pequeños halcones adaptados a la ciudad, y Manhattan seguía siendo el lugar donde lo extraño se hace cotidiano al poseer ese conglomerado infinidad de encantos que se pueden realizar simplemente caminando.

Rumiaba en ese entonces mientras advertía el vapor de las calefacciones salir a la intemperie, que la mejor estación y la más agraciada es el otoño, cuando las masas de aire húmedo y algo caliente, aunque no mucho, que se desplazan hacia el norte del Golfo de México, arrastran un clima cálido, benigno, aunque sea preludio del crudo invierno neoyorquino.

Estos días la matutina niebla sobre Manhattan comenzaba a desaparecer. Y su vez, en el Central Park, la paloma habanera, el diminuto gorrión, el arrendajo azul, los patos silvestres como el ánade y la malvasía cariblanca, aves que no emigran en ninguna época del año, habían venido preparando sus nidos entre las ramas de los magnolios y cerezos mustios.

Hemos tenido una cierta idea malsana e injusta de Nueva York, viendo filmes en blanco y negro con policías y gánsteres cuyo final siempre finalizaba difuminado sobre Broadway o un cuarto en la calle 42, en el que su única ventana daba sobre un anunció de whisky, mientras el protagonista besaba los labios de una mujer con cabellos rubio platino que uníamos a Marilyn Monroe.

Tras aquellas escenas, y habiendo leído literatura nacida en la ciudad, nos permitíamos realizar un paseo entre los bares Algonquin o el St. Regis, en pos de los deseos libertinos de Andy Warhol, Gore Vidal, Truman Capote o Montgomery Clift.

Lo recordaba el escrito John Dos Passos mirando el Central Park y expresar “… las grandes burbujas del crepúsculo que ascienden desde la hierba… se inflan entre las grandes casas grises como dientes muertos, alrededor del vergel, y estallan en el índigo cielo”.

Tras aquel doliente 11 de septiembre de 2001, la ciudad en la que nadie se siente forastero, renació de sus escombros. Y así, sobre ese horizonte marino, volvieron a resurgir las nuevas Torres Gemelas alegoría de un arrojo que supo elevarse sobre la pavorosa maldad humana.

rnaranco@hotmail.com 



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