Es Devlin. Espacios narrativos y lenguaje arrollador
Cuando era un joven en los inicios de su carrera, Antoni Tàpies se las arregló para visitar a Picasso en París. El malagueño le preguntó qué tipo de pintor era y Tàpies balbuceó sin saber bien qué contestar. “Ah, claro. Cuando yo tenía su edad esa respuesta era muy fácil: uno era retratista o pintor de paisajes o pintor de género… Ahora todo eso es más complicado”, vino a decirle amablemente el maestro moderno por excelencia.
El arte del primer cuarto del siglo XXI es un juego de campos que se van superponiendo a medida que se expanden; así que esclarecer qué clase de artista o de diseñadora es Es Devlin resulta, en principio, más difícil que etiquetar a un creador en ciernes a mediados del siglo XX.
Una explicación corta podría ser esta: Es Devlin realiza lo que ella llama insistentemente stage sculptures. Un término muy meditado que se ajusta tanto a sus escenografías para el teatro y la ópera —sobre las que construyó su reputación— como a sus apabullantes diseños para las giras de Adele, Kanye West, Miley Cyrus o U2 —que han hecho de ella una celebrity internacional—; tanto a sus pasarelas de moda —principalmente para Louis Vuitton— como a sus recientes instalaciones y obras autónomas en espacios de arte contemporáneo como Pitzhanger Manor y la Serpentine Gallery en Londres o Superblue en Miami.
Sin ser una diseñadora en el sentido común del término, Devlin ha ejercido como directora de la London Design Biennale de 2021 y se ha convertido en una figura tan prominente o más que, digamos, un Thomas Heatherwick en la escena profesional británica, lo que le ha valido el ingreso en la nómina de la Orden del Imperio Británico que el Reino Unido reserva a sus más conspicuas personalidades públicas. Su fama afecta tanto a los ámbitos selectos del arte como a los masivos de la cultura popular y, tras más de 20 años de carrera, hace tiempo que ha dinamitado los confines propios de cualquier escenógrafo teatral por importante o prestigioso que sea.
Una grieta de luz
Esa transversalidad tiene un fundamento muy sólido. Da igual cuál sea el registro o el destino de su trabajo, lo cierto es que toda la obra de Devlin responde a una impronta autoral homogénea, a un lenguaje reconocible. Tanto si este se subordina a un texto teatral o a una actuación musical como si se presenta de manera autónoma, nos encontramos ante experiencias inmersivas concebidas conforme a un método semejante en el que el elemento clave es la luz.
Ella lo explica con precisión: “Normalmente empezamos desde la oscuridad y la tallamos (carve) para concentrar la atención del público en una sola cosa a la vez. Se trata de dar forma concreta a algo que en origen es nebuloso y abstracto, como la música o una idea”, dice al principio de una de sus muchas master classes colgadas en Youtube.
Todo empieza con una grieta de luz, como cuando en la frontera entre el sueño y el despertar uno atisba la que se cuela por la línea entre las cortinas cerradas: “Es un agradable estado crepuscular donde puedes deleitarte en cómo funcionaría tu mente si no tuvieras nada que hacer. Es algo verdaderamente importante”. La línea de luz que hiende la oscuridad está siempre en el inicio de sus proyectos, a veces como una hoja de papel a la que se hace uno o varios cortes y que se ilumina por detrás.
A partir de ese gesto primigenio, que trae a la memoria los lienzos rasgados de Lucio Fontana, Devlin desencadena un proceso vertiginoso de variaciones o “iteraciones”, un “tren de pensamiento” en el que una idea lleva a otra. Ella lo evoca a través de la metáfora mnemotécnica del corredor que desemboca en distintos espacios y situaciones.
Tal como le contó al periodista Tim Lewis, de niña fue una “alumna bocazas” a la que expulsaban con frecuencia, y mientras estaba en el pasillo le llegaban los ecos de una clase de física en un aula, los de una lección de música en otra y los retazos de conversación de quienes pasaban por allí: “Yo era la única que escuchaba todo eso junto. Lo siguiente es no olvidarte de ello”.
Los efectos narrativos de Es Devlin
Sus dispositivos escénicos son una acumulación de capas que, a su vez, se suceden unas a otras, pero siempre conectadas entre sí como en un circuito eléctrico o en un árbol neuronal. De hecho, la neurología es uno de los muchos campos por los que se interesa, sobre el que lee abundantemente y al que recurre como nutriente conceptual de sus montajes. Estos pueden alcanzar gran complejidad mecánica y técnica y producirse a escalas monumentales, como la inmensa Union Jack en permanente transformación que cubrió toda la superficie del estadio en la ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos de Londres en 2012, o atenerse a reducidos presupuestos aprovechados con ingenio, como en sus diseños para el Bush Theatre —una pequeña sala de vanguardia en el West End— a finales de los noventa.
“Normalmente empezamos desde la oscuridad y la tallamos (carve) para concentrar la atención del público en una sola cosa. Se trata de dar forma concreta a algo que en origen es nebuloso y abstracto, como la música o una idea”.
Es Devlin
Allí ya estaban presentes, gracias a persianas y pantallas deslizantes, los espacios en constante cambio alterados a su vez por imágenes en movimiento. Entonces ella misma construía buena parte del material o improvisaba un rudimentario sistema para proyectar escenas dinámicas con un ordenador portátil y tres viejos reproductores de vídeo, pero el armazón conceptual era básicamente el mismo: lo que Devlin siempre ha facturado son artefactos narrativos.
Si trabaja para Shakespeare, Verdi o Beyoncé materializa un discurso previo y ajeno que desmenuza hasta hacerlo propio; si lo hace para instituciones artísticas, el hilo de la historia es también suyo, pero los fundamentos y procedimientos desencadenados son similares. Lindsey Turner, una de las directoras teatrales de moda en Gran Bretaña, con la que colabora a menudo, lo explica bien: “Es no diseña funciones o, al menos, no los lugares donde estas ocurren. Diseña, en cambio, las ideas, las estructuras de pensamiento, los sistemas en que operan los personajes. El cerebro es a la vez analítico y asociativo: ella es capaz de radiografiar una obra y entonces empezar a soñar”. Devlin remata: “Una escenografía no es un fondo, es un entorno”.
Del cubo al laberinto
Para reconocer ese proceso es útil fijarse en algunos elementos recurrentes en su vocabulario formal. La grieta primigenia de luz, siempre implícita, se hace explícita en la distópica Blueskywhite (2022), una inmersión abstracta en ambientes luminosos que enfrenta al espectador a la experiencia de un cielo que se torna blanco por efecto de la suspensión de partículas, y en Room 2022, (2017), recreación acumulativa de la experiencia de habitar un hotel; pero se utiliza casi como único ingrediente en la sobrecogedora I Saw the World End, un encargo del Imperial War Museum para conmemorar los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki.
Si en Blueskywhite Devlin se apoya en Darkness, un poema de Byron de 1816, en esta última —realizada junto a Machiko Weston— la línea de luz vibra al compás de los testimonios escritos y sonoros de quienes lanzaron la bomba y de quienes fueron sus víctimas.
El cubo es la otra forma-tipo que reaparece como elemento generador de sus esculturas dramáticas. Protagonizó su primera colaboración musical en el concierto de despedida del grupo postpunk The Wire como organizador escenográfico —cada músico quedaba encerrado en un cubo luminoso—, y se usa como multiplicador de imágenes en sus diseños para las giras de Kanye West. En la escenografía teatral de Chimerica (2013) es una caja de luz que gira sobre sí misma, cambia y va produciendo los distintos espacios escénicos, y en su exposición de 2019 en la Serpentine Gallery se erige como neto soporte material.
A ese repertorio habría que sumar tres componentes esencialmente narrativos y metafóricos: el laberinto, el plano urbano y el bosque. El primero puede evocar la estructura del cerebro humano, como en la instalación conmemorativa de Chanel nº5 (Five Echoes), o la de los pulmones en Forest of Us. En esta última, donde vuelve sobre el tema del cambio climático, un laberinto de espejos se presenta también como una arboleda, equiparada a las ramificaciones bronquiales en ese incesante discurrir del “tren de pensamiento” a base de asociaciones e iteraciones. Devlin alude al papel de los bosques en la obra de Shakespeare, “esos lugares de transformación donde uno sale distinto de como entra”.
Las imágenes urbanas se remiten a su fascinación infantil por una maqueta 1:100 de la ciudad en época victoriana que había cerca de su casa familiar en Rye. A Devlin le impresionaba la interacción de espacio y tiempo que sucedía en el recorrido por la historia de la urbe que realizaban dos actores sirviéndose de un espectáculo de luz y sonido. La incluyó en su montaje teatral de Las troyanas y volvió a emplearla en Memory Palace —instalación donde la usa como soporte de una historia de la humanidad— y en Mask (2018). En la primera, el plano en relieve se curva sobre sí mismo y se multiplica al afrontarlo con dos espejos perpendiculares, mientras que en la segunda lo convierte en un objeto elíptico sobre el que se proyectan intervenciones de unas enormes manos humanas, sugerencia eficaz de la intervención alteradora del hombre sobre el medio.
“Una escenografía no es un fondo, es un entorno”.
Es Devlin
Todo el trabajo de Devlin puede verse —a través de esta impronta lingüística tan variada como articulada— como el despliegue de un universo reconocible, como una sola obra, un work in progress que avanza y reaparece una y otra vez dejando siempre un hilo abierto a la siguiente. No importa cuál sea la escala o el motivo, tampoco la complejidad técnica: Es Devlin siempre controla con precisión esas esculturas virtuales, efímeras e inmersivas, que solo quedan en la experiencia del espectador. Si Picasso le preguntara qué tipo de artista es, solo cabría una respuesta: una artista total que va conquistando soportes como un virus coloniza un organismo.
En el siguiente enlace puedes ver en detalle proyectos de Es Devlin