Fantasmas en las casonas míticas de Mar del Plata

Fantasmas en las casonas míticas de Mar del Plata


La ciudad de Mar del Plata, en la costa atlántica de la provincia de Buenos Aires, tiene historia. Es el balneario donde las familias más aristocráticas de fines del siglo XIX y principios del XX, pasaban los meses de verano. La época de la Gran Argentina, fuertemente polémica. La mirada de los intelectuales estaba puesta en Europa y se construían mansiones siguiendo estilos arquitectónicos franceses e ingleses. Era muy común que las compraran prefabricadas y las transportaran en barcos para ser levantadas aquí. Es el caso de Villa Victoria, la casa de madera que su tía abuela  le regaló a la niña Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo. La adquirió en un viaje por Inglaterra a principios del siglo pasado y la hizo traer por la empresa Boulton & Paul Ltd, como así lo confirman los sellos descubiertos en el reverso de los tablones del gran bungalow, como la llamaba Victoria.  

Villa Victoria. / RR SS.
Villa Victoria. / Autora.

Hoy es un Centro Cultural que se puede visitar en el Barrio Los Troncos.

Avelina. / Autora.
Avelina. / Autora.

Paseando por sus jardines en un atardecer estival nos recibió el fantasma de Avelina (*), el ama de llaves de Victoria, quien nos confió anécdotas y detalles personales de su vida. Fue un placer escucharla contarnos, con su tonada asturiana, que fue contratada junto con su marido, Antonio, para trabajar como caseros en la residencia. Dice que “la niña”, la mayor de las seis hermanas, fue la más rebelde. Volvía loco a su padre porque se negaba a vivir bajo los mandatos tradicionales de la época. En lugar de asistir al colegio tenían dos institutrices que se ocupaban de enseñarles lo indispensable para una mujer de sociedad. Especialmente francés, inglés y piano. Casi no se hablaba castellano en la familia. Una vez la llevaron al teatro y volvió decidida: sería actriz. Y se lo planteó a don Manuel Ocampo. “¡Antes de ver a una hija mía en un escenario, me pego dos tiros en la cabeza!”, bramó. A Avelina le pareció un poco exagerado el hombre, porque pensó que con uno habría sido suficiente. Después, siguiendo la costumbre de la época, la familia se trasladó en barco a recorrer Europa. Con tan buena suerte que hasta se pudo anotar en unos talleres en la Sorbona, en París. Si bien no le permitían hacer una carrera universitaria, tuvo la oportunidad de relacionarse con intelectuales de la época con quienes haría gran amistad en el futuro.

Pero don Manuel quería casarla, se le estaba yendo de las manos. Entonces se ocupó de realizar el compromiso con Bernardo “Mónaco” de Estrada, perteneciente a una buena familia, católica y conservadora. La muerte de Clarita, una de sus hermanas menores, puso de luto a la familia, y la boda se suspendió por un par de años. Pero finalmente se produjo y partieron en viaje de bodas al viejo continente. Los aires europeos despertaban la adrenalina de la que ya dejaba de ser una adolescente. No estaba bajo el yugo paterno y comenzó a relacionarse con el ambiente bohemio que más le gustaba. Llevaba la vida conyugal bastante bien hasta que descubrió una carta que su marido le envió a su padre en la que lo tranquilizaba diciéndole que a Victoria se le iban a terminar los bríos cuando quedara embarazada. Avelina asegura que ese fue el principio del fin de la relación. Victoria juró no tener hijos, y conoció a Julián Martínez, primo de Mónaco, diplomático y un dandy al que pocas mujeres podían resistirse. La atracción fue mutua. Casi en llamas, le pidió a su marido volver a Buenos Aires.

Ya en su país, apagó sus fuegos con una actividad cultural intensa. Quería divorciarse pero se le ponía difícil. Cuenta Avelina que le dijo al marido: “Mirá Mónaco, estoy harta de depender de un chofer que me lleve de aquí para allá, así que me voy al Automóvil Club Argentino y me saco el registro para conducir.” El marido sonrió burlonamente. Sin embargo, logró que le tomaran los exámenes. Nuestro fantasma anfitrión asegura que fue la primera mujer en obtener un registro de conducir por estas tierras.

Otra vez fue a un bar de mucho renombre donde solo fumaban los hombres. Se sentó en una mesa y encendió un cigarro. La invitaron a retirarse. Avelina la imita con orgullo, parada en la vereda,  acompañada cada vez con más mujeres, todas fumando.

En esos años llegó Ortega y Gasset ( que resultó ser uno solo y no dos, nos aclara la casera) a Buenos Aires y la conoció. Influyó mucho en sus actividades.

Victoria se presentó decidida en el diario La Nación —que para esa época se editaba en distintas columnas en tres idiomas: castellano, inglés y francés— con una nota. Logró que se la publicaran. Se titulaba Babel y trataba de las desigualdades entre los seres humanos.

Por fin logró el divorcio y se mudó a un departamento en la calle Montevideo, en Buenos Aires. En un espectáculo se reencontró con Julián Martinez. Hablaban todos los días, compartían gustos culturales y sociales. Avelina asegura que, al principio de la relación, los contactos solían ser telefónicos, y que recuerda haber escuchado a su señora decirle a Julián, con voz seductora: “Hola, soy yo… “V”, sí… —porque acostumbraba a  mencionar a las personas solo por su inicial— Oh, claro,  Las flores del mal…de Baudelaire:  página diez a la sesenta y nueve…¡Au revoir!”. Pero después de unos meses ese platonismo se transformó en una pasión que los unió por casi catorce años.

Él la alentó en todas sus iniciativas. Pasaban largas temporadas  juntos en la mansión de la costa pero la sociedad no veía con buenos ojos esa relación. Nada le impidió a Victoria continuarla. Ni tampoco no permitirse la libertad de conocer a otros hombres.

Le encantaba recibir en su casa a las celebridades culturales más diversas, a quienes apoyaba y hospedaba con  entusiasmo.

Avelina se atreve a mencionar a algunos, con una pronunciación muy particular: Jean Cocteau, Jacques Lacan, Ramón Gómez de la Serna, Le Corbusier, Gabriela Mistral.

Si bien hubo quienes la acusaban de elitista, ella abrió las puertas de su casa sin tener en cuenta la ideología de los invitados y fue mecenas de todo aquel que le inspirara respeto y admiración intelectual.

Sus huéspedes tenían el privilegio de su belleza, de su elegancia natural, del estilo y comodidad de su casa, ambientada para el confort de todos. Tenía en cuenta los gustos de cada amigo y los hacía sentir tan cómodos que no se querían ir.  No se le escapaban detalles, ni en el jardín que ella cuidaba personalmente, ni en la música, ni en  las fecundas sobremesas.

Avelina se entusiasma con las anécdotas. Dice que durante la estadía de Gabriela Mistral en la Villa, solían las dos escritoras ir con los chicos que había en la casa —dos de ellos de la propia Avelina— a Harrods ( sí, había una sucursal en Mar del Plata). “Salían vestidos de una manera y volvían de otra. La señora los llevaba a la confitería Jockey Club y les decía: ¡A ver quién come más! Chichín era el preferido de Victoria, la había bautizado Votoya, en su media lengua, y así la llamaban todos en esos días, hasta la misma Gabriela.”

Se infla de orgullo nuestro fantasma cuando cuenta que “fundó la revista Sur, donde escribían Borges, Thoman Mann, ese francés…Malró? ( Malraux) y qué se yo cuantos más.. Y  también fue la primera mujer en fundar una editorial — también llamada Sur— donde se publicaron libros de escritores muy famosos como —nada más ni nada menos— que García Lorca (También Virginia Woolf, Nabokov, Sartre, Camus) y hasta de ese psicólogo… ¿cómo se llamaba? Algo de Yung”.

Con el tiempo, la relación con Julián se apaciguó, se desgastó u otros amoríos se interpusieron. Pero la violencia vital de ella no se apagó nunca.

Cuando ya había pasado los sesenta,  en uno de sus viajes a Europa conoció a Los Beatles. Volvió perdidamente enamorada de su música. Invitó a Borges a escucharla, y bromeando, le puso una peluca. Avelina espiaba la escena temiendo su reacción. Se la sacó en el acto y la tiró. La casera pensó que se armaba, pero al rato se estaban riendo los dos.

De sus viajes traía siempre tesoros artísticos. En una ocasión le regaló un tapiz muy colorido que a ella le pareció horrible y le dijo a su marido: “Antonio, hazme un favor, ve y quema este trapo, no quiero verlo nunca más”. En esa tarea estaba el obediente marido, cuando llegó Victoria y le preguntó qué le había parecido el tapiz de Picasso. Avelina le confesó lo ocurrido y pudieron rescatarlo, apenas dañado. Estaba tan enojada su señora que ella preparó inmediatamente las maletas, lista para el despido. Pasaron los días y, en lugar de eso, el siguiente miércoles, como era su costumbre, Victoria se presentó en la residencia de los caseros y le dijo: ¿No vamos al cine hoy? Y marcharon a ver una de Buñuel.  Avelina no entendió la película pero su ilusión estaba puesta en el plan siguiente: ir al Casino. Cuando llegaron, el saludo al ama de llaves fue reverencial —iba vestida con su mejor ropa— pero a Victoria no le permitieron pasar. Es que su atuendo tenía una onda entre hindú y gauchesca que había adoptado desde que frecuentaba a Rabindranath Tagore. Ella era así, cuando se apasionaba por algo, lo hacía en profundidad.

Todos los que nos habíamos agrupado alrededor del fantasma, lo bombardeamos a preguntas. Así fue que nos contó que Victoria había vivido con un cáncer de paladar y garganta muchos años y lo había sobrellevado con remedios caseros. Murió de un infarto a los ochenta y ocho años. También contó que sí, que en realidad estuvo presa en 1953, durante veintiséis días, por cuestiones ideológicas. Parece que su amiga Gabriela Mistral fue a pedirle a Perón que la soltara porque no era una oligarca sino una gran filántropa. Que sí, que claro, que fue la única latinoamericana que estuvo en el juicio de Nüremberg.

Cuando a nuestro fantasma se le empezó a agotar la energía, se despidió de nosotros diciendo que su aristocrática y afrancesada señora había sido tan argentina como el que más, y leyó las palabras de su gran amiga Gabriela Mistral:

“Háganos usted (que tiene en su mente y en su alma las posibilidades) un criollismo superior, una americanidad a la vez llana y fina como la de su trato personal, perfile y escarbe todo lo que quiera nuestra modalidad; cuide con celo su español y el de los que la rodean. Tal vez sea ese su encargo en este mundo: trasponer la argentinidad a unas líneas cualitativas. Dios la guarde, Victoria la americana”.

Y desapareció en medio de la noche, dejándonos con ganas de más anécdotas, de la posibilidad de participar de una de esas tertulias literarias en esa casona llena de vida y misterios.

Villa Gainza Paz. / Autora.
Villa Gainza Paz. / Autora.

Al día siguiente fui a la inauguración de un bar en Villa Gainza Paz. Es otra casona marplatense que perteneció a una familia aristocrática de Argentina, construida hace un siglo por encargo de Alberto Gainza Paz y comprada en 1997 por una empresa privada que, conservando bastante su estilo, está remodelado la planta baja para abrir un moderno restaurante y bar. 

Tomé un café en los jardines y entré a ver la casa que todavía está en obra. Los empleados aseguran que un fantasma la habita. Dicen que los tarros de pintura se mueven solos. Que las puertas que ellos cierran vuelven a abrirse y, sobretodo, cuando intentan tocar el piano se oyen portazos en la planta alta que permanece deshabitada.

Este fantasma no está de humor para recibir a los visitantes. Hay rumores de que es una mujer que no ha sanado sus heridas. Es que las de amor son muy profundas. Era una criada muy joven y muy bonita que se enamoró de uno de los hijos del patrón, y quedó embarazada. Su amante se negó a reconocer a su hijo ante el riesgo de un escándalo familiar y ella se suicidó en su habitación de servicio. Desde entonces no descansa. Se comenta que está indignada por los cambios que se están realizando en el lugar donde vivió lo más importante de su vida. @mundiario

(*) Representada por la actriz marplatense Mónica Pari.



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