La casa blanca o cómo nos influencian las decisiones ajenas | Babelia
Vivió toda su infancia en una casa blanca, moderna, diseñada por un arquitecto recién graduado, cuyos ídolos eran Mies van der Rohe y Le Corbusier. En el barrio, donde poco sabían sobre modernismo, lo apreciaban porque su familia era antigua vecina. Por eso, a una directora de escuela con aspiraciones le pareció que la casa de su hermana menor, recién casada, debía llevar la marca sencilla y geométrica de la que entonces era la nueva arquitectura. En un estante empotrado en el living de esa casa, como homenaje, estaba el número de una revista especializada donde imágenes de aquella casa recién construida acompañaban una nota sobre el estilo racionalista en Buenos Aires.
Naturalmente, el matrimonio recién contraído que iba a ocuparla no había sido entrenado en la austera modernidad. Desde el principio, no se sintió muy a gusto en esa casa baja y de techos planos, sin las pintorescas tejas que abundaban en los chalets del barrio. Se lo reprochaba en voz baja al esnobismo de la hermana, que, por su parte, respondía con un gesto orgulloso. Sin saberlo, lo había hecho por el futuro de los hijos que llegarían, a los que les marcó una dirección y les inculcó un mandato tácito: ser modernos de nacimiento.
Esa casa se convirtió en un destino. Por supuesto, nadie lo hubiera definido con esa palabra, pero algo de destino tenía vivir en un artefacto racional y blanco. Esos sobrinos, desde temprano, habían tenido a su alcance las postales europeas traídas de un único viaje que su providencial tía emprendió cuando joven, cuando viajar tan lejos no era fácil. Esas postales no mostraban casa blancas, pero aquella mujer les ofreció un modelo de lo que ellos podrían devenir.
Desde muy chicos se sintieron orgullosos de la diferencia entre la casa moderna y los chalets del barrio, que a la distancia imitaban lo que se creía “estilo inglés”. Eran mucho más grandes y, al lado de la sencillez blanca, parecían armatostes. Esa era la palabra que la responsable de la nueva casa usaba para designar lo vistoso y poco refinado. La usaba a troche y moche, para calificar despectivamente muebles, cuadros y adornos. En el castellano del Río de la Plata también se recurría a la palabra cache, un sinónimo de cursi, que tenía un fuerte eco de discriminación social.
Lo que se le atribuía a la casa blanca, los chicos que la habitaban se lo asignaban a ellos mismos, como si, de manera misteriosa, antes de nacer, hubieran participado en la elección del arquitecto y del proyecto, que le había adjudicado las dimensiones de un departamento moderno de dos amplios ambientes y habitación de servicio. Allí fue a parar el mayor de ellos, en cuanto se consideró impropio que siguiera durmiendo en un sofá cama colocado a 90 grados de las dos camitas, por supuesto modernas, que ocupaban sus padres. Como no había otras habitaciones, los hermanos menores durmieron en el living. Cosas que pasan cuando los gestos estéticos superan las posibilidades materiales.
Desde que el mayor de los chicos fue trasladado a la habitación de servicio, su vida intelectual, si se le puede adjudicar tan temprano ese nombre, cambió. Tenía un velador cuya luz lo iluminaba para leer hasta la hora que fuera. De vez en cuando, algunas noches, su madre abría la puerta y gritaba: “¿Hasta cuándo con esa luz?”. En tales condiciones de independencia, leyó toda la colección Robin Hood (libros adaptados que, en cuanto dio cuenta, empezó a despreciar) y los Verne y Salgari que le había regalado su padre, después de haberle contado muchas veces La vuelta al mundo en ochenta días. El cuarto de servicio fue su primer espacio privado, sobre el jardín del fondo, con gran puerta y ventana vidriadas, otra novedad que el arquitecto joven le había adjudicado a su proyecto. Ese estilo lo marcó en una dimensión no solo espacial sino estética, aunque entonces no se diera cuenta de la diferencia entre una dimensión y la otra.
Pero la familia se encargó de avisar a sus niños sobre la originalidad innovadora del espacio donde vivían, y como los mayores repetían la palabra “moderno”, despertaron no solo una curiosidad, sino una especie de obsesión. De allí en más, la modernidad valió como signo de refinamiento, y le echaron miradas distantes al resto de las cosas de este mundo, fueran muebles de estilo francés o Reina Ana, como los que incongruentemente o quizás con mucha congruencia estaban en la sala de estar de aquella casa blanca.
Todo puede ser atribuido al tablero del arquitecto Echeverry, a quien se debería homenajear como maestro. Por supuesto, la fotografía de la casa blanca en la revista de arquitectura le agregó un prestigio especial a la fachada simple y sin molduras, al techito en voladizo sobre la cocina y al gran ventanal junto a la puerta de entrada.
Crecemos bajo la influencia de elecciones ajenas, que se convierten en una especie de educación práctica, tan práctica como cuando los niños aprenden a patear de chanfle una pelota y a las niñas se les enseña los secretos de un vestido elegante.
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