A ese profesional de la arquitectura racionalista y místico, poético y pragmático, cosmopolita, pero con sólidas raíces locales, le llegó en septiembre de 1956 el encargo de su vida. Se trataba de construirle una capital a Brasil . Y de hacerlo, además, en colaboración con su viejo cómplice, Lúcio Costa (el hombre que le dio su primer empleo en 1932, cuando era aún un arquitecto casi imberbe) y bajo los auspicios del visionario presidente Kubitschek, que en su etapa como alcalde de Belo Horizonte le había encargado un casino y una iglesia.
Costa se encargó del plan de ciudad y Niemeyer, de la inmensa mayoría de los edificios emblemáticos . La catedral, el Palacio de los Arcos (sede del Ministerio Brasileño de Asuntos Exteriores), la residencia presidencial del Palacio de la Alborada o la tríada de obras monumentales de la praça dos Três Poderes.
Un logro sin precedentes
Lo hizo todo en apenas tres años. La capital estuvo lista en abril de 1960 y asombró al mundo. Le Corbusier la saludó diciendo que la utopía de la arquitectura moderna acababa de materializarse . Por una vez, no se trataba de que el modernismo intentase dialogar, mal que bien, con el pasado, sino de una gran urbe completamente inspirada en ideas contemporáneas y construida en el vacío, en plena selva, en un lugar en el que antes no hubo nada.
Medio millón de seres humanos se instalaron en esta metrópolis recién estrenada y que, vista desde el aire, tenía forma de avión, con su eje monumental como cabina de fuselaje y Três Poderes como cabina de los pilotos . Le Corbusier había tenido la oportunidad de hacer algo similar unos años antes, en la ciudad india de Chandigarth, pero la escala era otra, nada comparable a materializar de manera casi milagrosa la enorme sede administrativa del que por entonces se conocía como “el país del futuro”. Niemeyer dijo que se había sentido con la incomparable libertad de pintar una obra monumental en un lienzo en blanco. Desde su punto de vista, fue “como poner un pie en la Luna”.
Iconos de una modernidad distinta
De los edificios asaltados el pasado lunes, el Congreso Nacional o Palacio Nereu Ramos es la de aspecto más sencillo e icónico . Un bloque horizontal rematado por dos elegantes cúpulas, una cóncava y otra convexa, sobre la que se alzan dos majestuosas torres de oficinas de 100 metros de altura.
La esfera convexa es la sede del Senado y la cóncava, conocida popularmente como la caneca (el tazón), la del Congreso de los Diputados. El propio Niemeyer reconocía que este edificio, una mole de apariencia liviana, no hubiese sido posible “sin la esbelta poesía matemática” de Joaquim Cardozo , el hombre que realizó los cálculos estructurales.
El Palacio de Planalto es la sede de las oficinas presidenciales. La historiadora de la arquitectura Styliane Philippou, la describe como “una grácil metáfora visual de la democracia” , con sus columnatas monumentales revestidas de mármol blanco, con curvas que compensan la austeridad rectilínea” y representan así “la apertura y la accesibilidad, invitando a los ciudadanos a entrar en las sedes de gobierno”.
Unas columnatas hoy maltrechas, y presentes también en el Supremo Tribunal. Otro edificio que pretende, según Philippou, ser “una expresión del triunfo de los valores colectivos de la polis democrática” . Las columnas rectangulares que sostienen su techo “están expuestas en las elevaciones frontales y posteriores y, al mismo tiempo, borradas en su revestimiento de aluminio en color gris oscuro”. Un efecto visual “fluido” que contribuye a la armonía y ligereza del conjunto y “se aprecia sobre todo caminando por las verandas”. Al hacerlo, las grandes columnas “se abren y se cierran, en movimiento perpetuo”, como un deslumbrante abanico.
Para Philippou, el Niemeyer que creó Brasilia de la nada era un arquitecto en la cumbre de su arte, un creador comprometido con el ideal de belleza pura que supo ir mucho más allá “del modernismo doctrinario” y de “los requisitos programáticos del funcionalismo” . En opinión de la estudiosa, su arquitectura “afirmó el espectáculo, el placer, la sensualidad, la belleza y la sensualidad”. Su estética del exceso “estuvo arraigada en las tradiciones propias de Brasil y su paisaje tropical, y desafió el predominio de los muros blancos y puros, las líneas y los ángulos rectos”, elementos todos que él asociaba con “la tradición técnica europea”.
Contra ese patrimonio y esa idea de belleza atentaron también los asaltantes de la praça dos Três Poderes . Y contra la idea de un país pujante, capaz de materializar en tiempo récord una utopía de hormigón armado y regalarse a sí mismo una capital de vanguardia en plena selva.
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