Lo mejor será rendirse
Traigo el bosque de Izium, en la región de Jarkov. Entre los árboles, alguien ha sembrado cruces de madera, unas cruces perfectas y pulcras, cruces como de la Bauhaus. Cae una lluvia fina, un soldado se enciende un pitillo bajo un plástico transparente. Cuando contempla el horror, uno se fija en cuestiones banales. De los atentados de Bataclan, recuerdo una bicicleta aparcada al otro lado de la calle y sobre ella, un manto de flores que, con los días, casi llegó a cubrirla. Era la bicicleta de un muerto. De una de las terrazas recuerdo un paraguas olvidado, el tiesto de una planta roto en el suelo de una lavandería. Lo que fuera. La atención toma refugio en esas escenas accesorias y pone a cubierto los ojos, el corazón y la memoria. Como si no quisiera ver lo otro. Lo otro es que han sacado 450 cadáveres de entre las raíces de los árboles de Izium. Como tesoros inversos. Como bulbos. A esa gente, Rusia les hizo un pijama de barro en un bosque a las afueras del pueblo y ahora los desentierran como momias tiernas, las uñas arrancadas, las manos atadas a la espalda y una soga al cuello a modo de corbata.
Sobre la tierra que abandona la retirada de las tropas rusas, la muerte dibuja una siniestra geografía de matanzas y de torturas: Bucha, Borodyanka, Izium. Mientras tanto, Putin ha dicho en Samarcanda que espera que la guerra termine «cuanto antes». Mies Van Der Rohe decía a menudo que el diablo habitaba en los detalles, pero a veces anida en los deseos de paz. Este de esperar que la guerra termine cuanto antes así en general, en toda su ambivalencia, es de los más miserables que hay, pues deja sobre el agredido la responsabilidad de terminar con la contienda. Si hay guerra es porque no se han rendido, pensarán.
La guerra es mala, dicen. Bueno, depende. A veces, es peor la paz según quién gane. Me estoy refiriendo a este pretendido pacifismo que va por ahí dejando caer que hay que terminar con la guerra a toda costa y esto incluye la capitulación de Ucrania que, en su resistencia, está haciendo posible la guerra rusa y toda la arquitectura de la miseria en cuyo fondo descansa la idea de que si en Jarkov no se hubieran resistido, no los hubieran matado y tirado a un agujero.
Resulta doloroso, aunque revelador, caer en la cuenta de que este argumento miserablemente práctico se esté dando actualmente en la izquierda española, tan dada a cantar la épica de la resistencia del último indio de la última selva, tan de rendirse al encanto del romance de la flecha con la metralleta, tan de la camiseta de morir de pie antes que vivir de rodillas. Esa izquierda que ahora, en cambio, pretende la rendición de Zelenski dado que oponerse a Putin es –entienden–, una locura.
Me estoy acordando de Pablo Iglesias cuando pedía a los ucranianos no tomar las armas: «Puede suceder una tragedia», les avisaba. También declaraba en aquellos días que el envío de armas a Ucrania no cambiaría la correlación de fuerzas. Cualquiera diría que anhelaba que ganara Rusia la guerra si no fuera una acusación tan grave. Lo veo ahora compungido por el avance de las tropas de Zelenski y clamando contra la propaganda que permite que los ucranianos se hagan falsas ilusiones. Ahora que ganan en Jarkov tampoco vale la pena seguir luchando. Por lo que sea. Tampoco escucho su habitual retórica de fosas comunes; igual si los muertos de Ucrania fueran de 1936.