Mies Van Der Rohe: contra lo superfluo
Las frases que acuñó Mies van de Rohe parecían extraídas de un manual de marketing. De hecho, una de ellas, sobre todo, ha sido publicitariamente explotada hasta la saciedad, que es decir mucho. O bastante. El que es por propio derecho uno de los arquitectos más influyentes de la Historia (junto con Walter Gropius, Frank Lloyd Wright y Le Corbusier), no solo de la del Siglo XX, dijo aquello que hoy nos parece casi de andar por casa de “menos es más” (otra de sus célebres frases es “Dios está en los detalles”), una regla que rigió su producción y con la que fue capaz de edificar su mundo de cristales, acero y hormigón y de bellas obras que se ensamblaban el entorno con la naturaleza, para no molestar ni interferir en ella. Quizá con esa visión de adelantado que le hizo estar entre los creadores de la Bauhaus (fue su último director), un movimiento que quiso hacer del arte un elemento indispensable para la vida.
Nuestro protagonista, teutón, rígido -dicen sus adversarios que era un hombre de ideas monolíticas– vuelve de nuevo al primer plano al reeditar la editorial Phaidon la excelente y canónica biografía “Mies” escrita por Detlef Mertins hace media docena de años, retrato de vida y obra de un nombre indispensable del mundo de la cultura. De hecho, la introducción se abre con una declaración de principios que merece un aplauso, escrita por quien fue adalid de la arquitectura posmodernista y capaz de acuñar sin un pestañeo el lema de “menos es un aburrimiento”, Robert Venturi. Pues bien, andando el tiempo, reconocía que “de la cantidad de cosas que a lo largo de mi vida he escrito y dicho, que son unas cuentas, hay una de las que me arrepiento especialmente. Mies van de Rohe es uno de los arquitectos más influyentes del siglo XX y muchos deberían besar el suelo por donde él pisa”. Venturi deseó no haber pronunciado aquellas palabras jamás, de ahí el arrepentimiento.
El pensamiento en el edificio
El monumental estudio recoge más de 700 imágenes insertas en un volumen de 500 páginas, indispensable para quienes deseen acercarse y profundizar en un genio capaz de construir la silla en voladizo, a la que le saldrían multitud de burdos imitadores, de pintar a lápiz y construir rascacielos de cristal o de dejar ver maravillas como la casa Farnsworth, cuyo cliente, relata el autor, más que considerarle como su jefe de obra le tenía como un hijo. Él se sentía, cuenta Mertins, especialmente orgulloso de ser un “hombre hecho a sí mismo, hijo de un cantero de una ciudad de provincias que se había convertido en uno de los arquitectos de más renombre y proyección”. Fue una cuestión de tesón y de aprendizaje. Constancia y una incansable ansia por aprender y saber. Viajó con su biblioteca, plena de títulos en los que abundaban ciencias, arte, biografía e incluso astronomía, que después fue ampliando. Actualizó y amplió sus lecturas y cambió también su nombre por uno de porte más aristocrático: Ludwig Mies Rohe pasó a ser Ludwig Mies van der Rohe.
Mertins empleó diez largos años para adentrarse en el universo Van del Rohe, estudió sus bocetos, consultó sus dibujos, repasó sus obras y buceó por cada una de sus facetas. El texto se divide en cinco secciones que acercan la figura tanto al no iniciado como a quien conoce la trayectoria del arquitecto, que abarca sesenta años y dos continentes, que son Europa y América y cuyo protagonista vivió dos guerras mundiales, la primera de las cuales le obligó a la separación de su esposa, con quien tuvo tres hijos. Van del Rohe son sus edificios y así los más significativos se desarrollan a fondo, lo que permite ver de cerca prácticamente el pensamiento que inspiró cada una de sus obras, desde los rascacielos que concibió a principios del siglo XX a la primera casa que diseñó en 1907, la Casa Riehl en Neubabelsbers.
Mantener la Bauhaus abierta
En 1958 proyecta la que es considerada su obra más importante, el edificio Seagram en Nueva York, una construcción de 37 pisos, revestida con vidrio y bronce que proyectó y construyó junto a Philip Johnson. Van del Rohe había nacido en Aquisgrán y fue el último director que tuvo la Bauhaus, clausurada por el partido de Adolf Hitler el 1933 y cuyo cierre pilló al arquitecto por sorpresa precisamente la mañana de aquel año en que iba a trabajar como siempre hacía. Lo intentó primero aporreando la puerta del de Cultura, Alfred Rosenberg, a quien trató de hacerle ver el potencial que tenía la escuela a la que trataban de dar cerrojazo. Calidad, muebles que duren y de los que no haya que deshacerse precisamente por estar construidos a conciencia. Pero el entendimiento no fue posible para que la Bauhaus volviera a abrir sus puertas. Lo intentó en su segunda tacada yendo cada mañana a visitar la sede de la Gestapo. Finalmente le abrieron la puerta y le pusieron un par de condiciones para que la escuela volviese a funcionar: sustituir a dos de sus profesores, Vasily Kandinsky y Ludwig Hilberseimer, por otras personas “afines a las ideas del Estado”. Van del Rohe reunió a sus colegas en su despacho y descorchó una botella de champán para celebrar el cierre definitivo de la Bauhaus que él mismo se encargó de realizar. La política no entraba en sus planes y doblegar sus ideas a las del partido en el poder, tampoco. Para ello ya estaba Albert Speer.
Menos es más
Poco tenía que ver con colegas como el dandy Frank Lloyd Wright o Le Corbusier. No tenía el don de la palabra como este último, sino que sabía lo que quería y se centraba en ello. Menos es más. Y con esa máxima vivió. Acorde a ella y centrándose en todo aquello que consideró superfluo. Van der Rohe era esencia pura. Dura como el acero y frágil, al tiempo, como el cristal. ¿No es un ejemplo claro y palmario de austeridad el edificio Seagram? ¿No es también, como asevera Mertins, una nueva manera de concebir una plaza, exterior al propio edificio, con bancos para sentarse y fuentes que la circundan, que recibe en una mole de oficinas, pero que revoluciona, por ejemplo, lo que es la zona de entrada, dotándola de una superficie bastante más grande de la que se dedicaba hasta ese momento, mediados de los años cincuenta, a este tipo de construcciones? Un edificio capaz de cambiar de forma por la noche y de convertirse en otro diferente gracias a su iluminación y a su piel de cristal, “un símbolo para quienes habían encargado su construcción, con el poder añadido de convertirse en elemento promocional y convertirse con su iluminación nocturna de un edificio con un valor añadido”, como escribe Mertins, una torre capaz de “ayudar a incrementar el propio valor de la compañía” a la que representa. Nada menos que 157 metros donde se alojan 39 pisos y que se ha convertido, erguido en el número 375 de Park Avenue en Nueva York, en un símbolo.
O sus casas con paredes de cristal, etéreas, mil veces imitadas, pero jamás ninguna de ellas con una décima parte de la maestría del arquitecto. Mertins hace especial hincapié en las lecturas filosóficas de su biografiado, a quien describe no como un profesional de grandes teorías, sino un arquitecto preocupado por una idea, la de construir como forma de representar ideas espirituales, lo que entroncaría directamente con el pensamiento nietzscheano, a cuyo autor admiraba y había estudiado de construir cosas, pero vio la construcción como una forma de representar ideas espirituales: “¿Es el mundo tal como se presenta soportable para un hombre?”, se preguntaba. Según Mertins, habría aprendido de Nietzsche que “bajo las condiciones de la indigencia y el nihilismo modernos la vida podría -y debería- ser vivida como un experimento y una aventura del alma”. Así, la intención de sus edificios no es oprimir, sino “ayudarte con el objetivo de que puedas llevar tu vida a un plano superior, lo que para él, según el autor, supondría una manera de liberación. Esa esencia es quizá por la que definía sus obras como “arquitectura de piel y huesos”.