Picasso, Julio González y la ligereza en la escultura
Madrid,
Coincidiendo con la conmemoración, en 2023, del medio siglo transcurrido desde la muerte de Picasso, la Fundación MAPFRE abre mañana al público, en sus salas de Recoletos, la muestra “Julio González, Pablo Picasso y la desmaterialización de la escultura”, que supone también un homenaje a la figura de Tomás Llorens, involucrado en ella desde que comenzó a organizarse en 2019 y hasta su muerte en 2021, al igual que su hijo Boye Llorens.
El propósito de la exposición, cuyos prestadores fundamentales han sido el Musée national Picasso de París y la Julio González Administración, es profundizar en la colaboración de ambos autores en la realización del Monumento funerario a Apollinaire, pieza esencial de la escultura contemporánea en hierro, pero también enmarcar su trabajo a favor de la transparencia en esa disciplina en una corriente más amplia de la que formaron parte, igualmente, Alberto Giacometti, Lipchitz, Laurens o Gargallo, representados igualmente en esta exhibición. En los inicios del siglo pasado, en suma, la primacía del volumen y la concepción unitaria de la masa dejaron paso a la soldadura y el imperio de planos, vacíos y líneas.
Aquel trabajo conjunto de González y Picasso, entre 1928 y 1932, puede entenderse como ejemplo histórico de hasta qué punto una relación creativa de amistad y respeto permitió empujar las fronteras del arte: sabemos que el malagueño pidió ayuda al barcelonés para llevar a cabo aquel encargo y que esos años compartidos dejarían su impronta en ambos; especialmente en González, pero en el recorrido nunca tendremos la sensación de que las piezas de uno devoren las del otro. Hoy, por cierto, se ha presentado el catálogo razonado del autor de Monsieur Cactus, editado por la Fundación Azcona.
Si se ha escrito mucho sobre si podemos atribuir a Braque o a Picasso el origen del cubismo, también ha sido largamente discutido si puede considerarse al andaluz o a González el inventor de la escultura moderna en hierro, cuestión mal planteada y reduccionista, como apuntó ayer en Madrid Boye Llorens: nadie la ideó por sí solo, sino que, como casi todos los grandes hallazgos, fue fruto de encuentros diseminados, en este caso en el tiempo de las vanguardias. En la exposición se ha buscado incidir en ese enfoque más amplio, trascendiendo el análisis de aquellos años de cooperación entre ambas figuras.
Se estructura en tres bloques; dedicado el primero al encuentro temprano de los dos en la Barcelona modernista, en torno al café Els Quatre Gats. Tanto Picasso como González se empaparon allí de un ambiente intelectual que prestaba atención al miserabilismo, la vida y penalidades de los desamparados (basta recordar las gitanas de Nonell, los azules hambrientos picassianos o ciertas imágenes de Mir y Sunyer; El Greco, Puvis de Chavannes o Gauguin les inspiraron en lo formal) y que también diluía fronteras entre las Bellas Artes y las artes decorativas: Gaudí diseñaba por entonces, no solo planos y mobiliario, sino incluso refinados pomos de puertas. Se adoptó, como base, un acercamiento a la estética gótica que evolucionaría hacia una inquietud por la materialidad de las obras y el manejo de luces, sombras y espacios sin ocupar.
Conviene recordar que González fue tan escultor como orfebre y que trabajó durante años, junto a su hermano Joan, en el taller de su padre Concordio González, artesano de la forja, formación que sustituyó en su caso los estudios estrictamente artísticos. Los hermanos cerrarían ese estudio para marcharse a París, pero los encargos decorativos fueron siempre la mayor fuente de ingresos de Julio.
El segundo episodio del recorrido se sumerge en la etapa de colaboración de estos artistas (posterior a un desencuentro en 1908, ya instalados en Francia), recogiendo ciertos antecedentes en el camino hacia la transparencia y la ligereza, escultóricos y no solo, desde la arquitectura moderna de Le Corbusier hasta Gargallo y desde enfoques próximos al Art Decó hasta el purismo del último cubismo, el de Ozenfant o Gleizes. Veremos también ejemplos de las múltiples líneas que cultivaría González a raíz de sus años con Picasso.
El poeta Apollinaire murió en 1918 y, tras su muerte, se le encargó al autor de Las señoritas de Avignon la pieza conmemorativa de la que venimos hablando. Hubo de responder entonces a cómo dar forma a la nada; pensó en alumbrar una jaula, pues estas, al fin y al cabo, dan forma al aire; más adelante sus planteamientos evolucionaron mano a mano con González. A raíz de este capítulo, que se completó con múltiples piezas metálicas, el catalán potenció seguramente, según Llorens, su imaginación como clave de su poética, mientras el andaluz se inició en las posibilidades del trabajo en forja y hierro, sin dejar de lado la rotundidad y el bulto redondo.
En primer lugar unieron fuerzas en Cabeza (1928), un rostro femenino semejante a un ave o a dos caras fundiéndose en un beso. Atendiendo a algunos dibujos conservados, su idea era insertar dicha cabeza en un cuerpo animal, procedimiento habitual en la tradición mortuoria; luego optaron por realizar la esfinge de cuerpo entero en forma de aquella jaula con alambres cortados, como barrotes pequeños. La efigie inicial había desaparecido casi por completo.
La última sección supone un salto cronológico: recuerda que los dos volverían a coincidir en el Pabellón español en la Exposición Universal de París en 1937, abordando desde perspectivas a menudo afines el horror de la guerra y sus efectos en las vidas de la gente común. Tomaron como referentes el arte primitivo gótico y la figura de la Madonna, que interpretaron cada uno desde sus propias personalidades pero también desde afinidades que detectaremos fácilmente de forma intuitiva. Justamente recordando esos lazos, la exhibición se inicia con una naturaleza muerta con cabeza de toro y un cráneo escultórico que Picasso llevó a cabo en 1942, en homenaje a González tras su muerte repentina (él fue, junto a Luis Fernández, el único en acudir al entierro en el París ocupado).
No podemos perdernos El beso I del catalán, datado en 1930 y prueba de la independencia de aquel más allá de sus mutuas convergencias; ambos habían realizado muy poco antes la primera, y excepcional, Mujer en el jardín. Se trata, El beso, de una composición abstracta ideada a base de planos rectangulares que se superponen y óvalos geométricos lineales, lo que hacía a esta pieza diferente a cualquier otra escultura del momento. Probablemente sea su trabajo más abstracto, porque siempre escapó Julio a esta corriente y tomó como punto de partida la figura humana.
En cuanto a Mujer en el jardín, podemos decir que encierra la idea que tenía Picasso para su Monumento a Apollinaire. Aunque se conservan dibujos relacionados con esta obra, podemos decir que fue fruto de la improvisación, en una suerte de collage cubista que recuerda a una esfinge, como sabemos de tradición funeraria. Picasso la pintó de blanco y pidió a González realizar una copia, con el fin de tener una de interior y otra de exterior; nunca se desprendería de ellas y el castillo de Boisgeloup sería su techo.
Contemplaremos asimismo la célebre Guitarra picassiana, el epítome de su escultura cubista, o El arlequín de González, sin masas ni volumen, también la más cubista de sus esculturas.
Una de las piezas finales de la exhibición es Pequeña Montserrat asustada del barcelonés (hacia 1941-1942), posterior a su más célebre Montserrat (1937) del Stedelijk holandés. En el motivo de la campesina había profundizado desde su juventud y nunca lo abandonó; esta imagen deviene símbolo de la mujer catalana, su resistencia, dolor y protesta ante el horror, y es paralela por eso al Guernica y a las mujeres entre lágrimas de Picasso. Nos resulta tan primitiva como heroica, monumental y mediterránea, y casi un trasunto de Piedades y Dolorosas.
“Julio González, Pablo Picasso y la desmaterialización de la escultura”
FUNDACIÓN MAPFRE. SALA RECOLETOS
Paseo de Recoletos, 23
Madrid
Del 23 de septiembre de 2022 al 8 de enero de 2023
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