Una segunda vida

Una segunda vida


La casa de mis abuelos era una pequeña pero acogedora vivienda de una única planta situada en un barrio tranquilo y con muy buen clima, poseía un jardín delan-tero con dos trocitos de césped donde di mis primeras patadas a un balón de fútbol y que la convertía en sinónimo de verano y diversión. La casa se podía recorrer por el exterior en su totalidad, tenía unos pequeños pasillos laterales que conectaban el patio frontal con el trasero, de esta manera, de pequeño, conseguía recorrerla de un lado a otro con mi pequeña bicicleta, tal y como hacía el niño del resplandor con su triciclo por los pasillos del hotel. Me fascinaba poder entender las dimensiones de la casa, circunstancia que no sucede muy a menudo en viviendas integradas en un residencial colectivo o en mansiones aisladas de una escala superior. Tenía las pro-porciones justas para que un niño con apenas 5 años pudiese entender que el giro donde derrapaba con la bici estaba motivado por un muro curvo que había en el salón y que hacía las veces de chimenea.

En la parte trasera podíamos encontrar una escalera estrecha y ciertamente angosta que conectaba el jardín con la cubierta. Era como mi escondite, mi caseta en el árbol. Me encantaba subir allí aunque fuese yo solo y no pudiera apenas mirar hacia delante, ya que el peto de obra encalado en blanco era incluso más alto que yo. La altura siempre da otra perspectiva del lugar, pero a causa de mi escasa estatura, solo podía mirar hacia arriba y ver el cielo azul y despejado o mirar hacia abajo y ver la huella en planta de la casa al recorrer con la mirada la geometría del perímetro del que mi abuelo llamaba con cariño «el terrao».



Hace apenas algunos años, mi madre y sus hermanos vendieron la casa a una nueva familia que, tras algunos meses viviendo en ella, decidieron hacer una re-forma interior y exterior para adaptarla a sus gustos y necesidades. Circunstancia que me entristeció enormemente al darme cuenta de que el tiempo pasa, las cosas cambian y no podemos vivir anclados en un pasado idílico atestado en nuestra me-moria. Pero sin embargo, era lo mejor que podía pasarle a esa vivienda, una nueva vida, unos nuevos niños con unas bicicletas más rápidas y modernas derrapando en el muro curvo pero ahora sin gotelé.

Los ocupantes de una casa cambian con el paso de los años, permutan y evolucio-nan haciendo de la arquitectura un lugar vivo siempre dispuesto a soportar cualquier cosa, como una madre que quiere a sus hijos por encima de todo.



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